jueves, 27 de diciembre de 2007

Cortocircuito con minotauro


Rozan sin premeditación palabras cargadas de inocencia los filamentos desnudos del miedo, esos que ocultos en la matriz del sistema se adhieren implacablemente a las conexiones labradas y lo fuerzan a desmoronarse con un ligero chispazo. El muñeco eléctrico se detiene en silencio en medio de su baile. Anulado el flujo vital, la mano se desmadeja y el títere cae blandamente, replegándose sobre sí mismo. Sólo ha sido un leve roce inconsciente. Pero te aturde como un golpe y apenas empiezan a brotar las preguntas -de dónde, cómo, por qué- cuando la oscuridad te sobrecoge en tu cabeza.

El sonido quedo de esas palabras ha despertado al minotauro. Su inesperada embestida te ha arrojado a lo más profundo del laberinto. Es su testuz la que aprieta y comprime tus pulmones contra el suelo, dejándote sin aire, sin voz, sin argumentos. No puede haberlos allí donde toda conexión se deshabilita con el brusco mazazo de su poder. No caben razones mientras todo tu ser se encoge en un nudo indescifrable cuyo reflejo palpita más abajo de tu esternón. Sientes su peso, su aliento bruto en tu pecho. Pero aun en medio de la confusión, en el desapego de la parálisis, no se te nubla lo esencial: la criatura no proviene de ningún afuera. Te asalta desde el interior de tu propio laberinto, dueña y señora desde hace mucho -ya tanto, ya demasiado- de sus requiebros. Creadora de las estancias más innombrables de esa trayectoria desconocida que a todos nos horada.

¿Sólo porque a su naturaleza pertenecen el letargo y el sueño quisiste olvidar su existencia? Una vez más compruebas el error de la antigua esperanza: que la experiencia amable, el suave martillear del tiempo sobre su piel rocosa, acabarían debilitando al minotauro hasta hacerlo desvanecerse sin aspavientos. Una vez más se impone lo evidente: que la bestia sólo estaba adormecida, aguardando la ocasión propicia para lanzarse de nuevo sobre ti. Y aunque nada de ella espejee en la espuma de tus pupilas, que ahora únicamente aspiran a mirarse a sí mismas, todos tus gestos dolientes, de animal herido, delatan su aparición.

Junto a la angustia de la oscuridad, de tu inconmensurable soledad frente al minotauro, sobreviene la desesperación ante su ferocidad inamovible incluso en el centro seguro, seguro refugio, del fuego del hogar. Ante el poder que sobre ti le corresponde. Quizás seas capaz de intuir vagamente sus contornos. De identificar, en la baraja de las hipótesis probables, las raíces perversas de su ascendencia, las circunstancias pretéritas que lo engendraron. Pero la realidad precisa de su rostro se te rehúsa. Con ella, el turbio alcance de su influjo, la extensión de la metástasis bajo tu epidermis de ese tumor enquistado que camina contigo. Ahí reside la más pavorosa fuente del miedo: porque adivinas en su figura difusa el núcleo impenetrable que te constituye en lo más íntimo, el habitáculo carente de puertas y ventanas al que jamás accederás. Ése que eres y al tiempo no puedes ser.

Terrible es constatar cómo su dominio retuerce tus percepciones, invierte tu voluntad, frena tus deseos, hasta convertir la superficie más cálida en muro espinoso que araña y lastima la carne. La conciencia testigo de tu indefensión ante su ímpetu, de tu acurrucarte quieto, muy quieto, bajo su negrura, a la espera de que la bestia se aplaque y termine por retirarse a sus aposentos. Redescubrir en su vigilia las fallas del sistema, la obvia presencia de conexiones anómalas, de filamentos ilocalizables que lo obligan a saltar por los aires pese al orden aparente. Pese al calor y la luz invisible que te envolvían.

Tienes que saber, Teseo, que bajo la tierra pisable siempre se ocultará el enigma del laberinto. En todos nosotros habita la oscuridad y la sombra de incontables minotauros. Pero algunos de ellos, los más inescrutables, deben aprender a morir. Para que su ilegible brutalidad no siga dañando. Para que su fiereza no lastime a quien en ti lo despierte sin malicia del sueño.

Mírame. ¿Por un instante has creído entrever en el brillo dulce de mis ojos el fulgor siniestro de los suyos? Imposible. Yo soy Ariadna. Tiende tu mano y empuña con decisión mi espada, ésa con la que tal vez algún día logres darle muerte. Para ti me transformaré en hilo de oro que proteja tus pasos por el interior del laberinto.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Brindis navideño


- Papá, mamá, abuela, hermanos y hermanas, cuñados, cuñadas, niños... Ha llegado el momento de brindar y como siempre, me gustaría dedicaros antes unas palabras...

- Ay, cariño, mira que todos los años igual... ¡Que los niños hace rato que están impacientes por levantarse de la mesa y quieren irse a jugar!

- Anda, déjale, Teresa, que Luis siempre hace muy bien los brindis y a mí me hace mucha ilusión oírle. Si este hijo mío se tenía que haber metido a político, hubiera hecho una gran carrera...

- Venga, Luis, adelante. ¡Niños, un poco de silencio! Que vuestro tío Luis va a decir unas palabras y luego ya os podéis ir a jugar con los regalos.

- Ejem, ejem... Bueno, voy a ello. Como todos los años, nos hemos reunido aquí a celebrar todos juntos la Navidad. A sentirnos una vez más una familia unida. A manifestar el cariño que nos profesamos unos a otros y a desearnos paz y alegría... Sin embargo, quiero que sepáis que éste será el último año que la celebre con vosotros. Es más, que éste será el último año que celebre nada por estas fechas. Porque, decidme: ¿qué es lo que realmente hay que celebrar? Algo habría que celebrar si ninguno de nosotros hubiera acudido aquí con sus mejores galas y su mejor sonrisa postiza sólo porque no tiene más remedio que hacerlo. O si ninguno de nosotros hubiera estado echando pestes de los demás mientras venía de camino, tal y como Teresa y yo, y me consta que todos los demás también, hemos estado haciendo. Algo habría que celebrar si los regalos que acabamos de intercambiarnos no los hubiéramos comprado por pura obligación, tratando de gastar lo menos posible en el objeto más aparente, o incluso de no gastar absolutamente nada -me temo, Federico, y perdón por el inciso, que esta corbata que me has regalado es la misma que yo te compré hace tres Navidades-. O si no estuviéramos ya desde que aparecimos por la puerta muertos de aburrimiento y deseando largarnos lo antes posible a nuestras casas. Y, sobre todo, algo habría que celebrar si los buenos sentimientos que todos nos empeñamos en mostrarnos estos días fueran algo más que la máscara, más decorada y embellecida de lo habitual, tras la que se ocultan el odio, el desprecio, el rencor, o simplemente la indiferencia que realmente experimentamos los unos hacia los otros... Pero, en estas condiciones, me parece que no puede haber nada que celebrar. Sin existir verdadero afecto entre nosotros, es absurdo el tiempo que hemos invertido en buscar los regalos, en los malditos atascos de estas fechas, sufriendo las interminables colas en el supermercado... No siendo esta armoniosa reunión familiar más que una auténtica farsa, no tiene sentido que nos empachemos de langostinos, polvorores y champagne que harán que todos nos levantemos mañana resacosos y con ardor de estómago. Así que, si acaso, hoy sólo puedo brindar por una única cosa: por la mentira que ahora nos impulsa a alzar nuestras copas y que tan bien hemos sabido construir y mantener entre todos, año tras año, para que este día de Navidad no sea, sencillamente, un día cualquiera. Querida familia, ¿alguien quiere brindar conmigo?

Los comensales se levantan todos a la vez y hacen entrechocar sus copas, mientras se besan y se desean alegremente feliz navidad.

- Hijo, cada año te sale mejor el discurso navideño... Ay, pero qué rebien se expresa mi chico.

- Qué va, mamá, qué va... si este año, con todo el trabajo que tenía a última hora, los regalos de los niños, recoger el traje y todo eso apenas he tenido ni cinco minutos para prepararlo. A ver si el año que viene me lo tomo con un poco más de tiempo.

- No, no, hijo, que te ha salido muy bien, que te lo digo yo. Pero si a tu padre casi se le han saltado las lágrimas de emoción. ¿Verdad que sí, papá? Ven aquí que te dé un beso: ¡muá! Político tenías que haber sido, hijo, te lo digo yo, con esa labia que tienes. Y ahora ve a ayudar a tu cuñada a sacar los turrones, anda, que somos muchos y hay tantas bandejas...


Lo siento, queridos y queridas: detesto la navidad. Así que hoy no os diré eso de feliz navidad, pero sí os desearé felicidad. Por supuesto, no sólo para estos días, sino para todos los venideros. Y ahora os dejo. Tengo que ir a limpiarme los espumarajos que me salen por la boca.


martes, 18 de diciembre de 2007

La maquinaria del deseo


"Las fantasías tienen que ser poco realistas. Porque en el momento, en el instante en que consigues lo que buscabas, ya no lo quieres. No puedes quererlo. Para que el deseo pueda seguir existiendo, necesita que sus objetos estén permanentemente ausentes. No es eso lo que deseas, sino la fantasía de eso. O esa, que el deseo se sustenta sobre fantasías utópicas.
A eso se refiere Pascal cuando dice que sólo somos verdaderamente felices cuando soñamos con la futura felicidad. Y también al decir que "la cacería es más dulce que lo cazado" o "ten cuidado con lo que deseas". No por conseguirlo, sino porque estás condenado a no quererlo en cuanto lo consigas.

Así que la lección de Lacan es que vivir acorde con tus deseos no te hará feliz. Ser enteramente humano significa esforzarte por vivir de acuerdo con ideas e ideales. Y no evaluar tu vida por lo que hayas obtenido en lo que respecta a tus deseos, sino por aquellos momentos de integridad, de compasión, de racionalidad... incluso de abnegación. Porque, a la larga, la única manera de evaluar la relevancia de nuestra vida es valorando la vida de otros".


Esta es la interpretación, tal vez un tanto sui generis, que David Gale (Kevin Spacey), profesor de filosofía de la Universidad de Houston, hace a sus alumnos de las teorías del deseo y la felicidad de Lacan al comienzo de la película de Alan Parker "La vida de David Gale" (2003). No cabe duda de que se trata de un discurso un tanto complejo para la gran pantalla. Pero en los últimos minutos de la cinta descubrimos que su aparición, lejos de ser gratuita, anticipa con pleno sentido su final: aun sin saberlo, Gale está ya entonces relatándonos lo que acabará siendo su propia vida. Una vida cuyo valor habrá de constituirse a partir de una decisión solamente comprensible desde la perspectiva del significado que habrá de cobrar para sus semejantes. De lo que Gale, valorando sus vidas, tratará de decirles con la suya propia.

No voy, por supuesto, a contaros ese final, porque entonces os revelaría la clave que sostiene la intriga de toda la trama de la película: Gale, activista de una asociación que lucha por la abolición de la pena de muerte, se encuentra, paradojas del destino, a cuatro días vista de su propia ejecución, acusado de violación y asesinato. Sus abogados se han puesto en contacto con la periodista Elisabeth Bloom (Kate Winslet), encargada de realizarle una entrevista que hasta entonces siempre se había negado a conceder. En ella, Gale tratará de convencerle de su inocencia.

Este film de Alan Parker es, a mi juicio, además de una excelente película, un inteligente alegato contra la pena de muerte que incide no sólo sobre su inmoralidad o falta de efectividad como método disuasorio para la evitación del crimen, sino también en la injusticia que rodea a su aplicación efectiva: es de sobra conocido que los corredores de la muerte están llenos de individuos marginados, por lo general negros o de origen hispano, incapaces de costearse los gastos de un buen abogado; es de sobra conocido que el sistema judicial americano ha condenado a la inyección letal a personas cuya culpabilidad era como mínimo dudosa. Me gustaría pensar que en algo ha contribuido Alan Parker a la reciente abolición de la pena de muerte en el Estado de Nueva Jersey.



Sin embargo, más allá de recomendaros vivamente esta película a los que aún no la hayáis visto, lo que hoy me ha motivado a escribir este post es ese discurso de Gale a sus alumnos que os he transcrito al comienzo. La dinámica del deseo que en él se expone me parece tan lúcida como acertada: un deseo satisfecho es un deseo muerto, y sólo un nuevo punto de partida para el nacimiento de posteriores deseos cuya satisfacción habrá de dar comienzo otra vez a la imparable maquinaria de producción y muerte del deseo. ¿Estaría entonces Gale proclamando, de la mano de Lacan, que ser feliz exige renunciar a todo deseo? No lo creo. Más bien, diría que ese esforzarse por vivir conforme a ideas e ideales al que Gale alude, esos momentos de integridad, racionalidad o abnegación que según él darán sentido a nuestra vida, fundamentan precisamente aquella otra clase de deseos que nunca se agotan por ser sus objetos inalcanzables.

Y tampoco creo que Gale esté hablando únicamente de deseos utópicos alejados de nuestra realidad más cotidiana, tales como acabar con la injusticia en el mundo, la pobreza o abolir la pena de muerte. Hacer felices a quienes amamos, aprender a vivir en armonía con nosotros mismos y con quienes nos rodean, son, entre muchos otros, deseos cuya satisfacción implica una tarea nunca acabada que habrá de durar el tiempo que dure nuestra propia vida. Deseos, por tanto, cuyo cumplimiento pleno sólo podrán evaluar quienes nos sobrevivan y recuerden. Porque, mientras estemos vivos, siempre habremos de seguir esforzándonos por alcanzarlos.

¿No os parece?

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Autorretrato


Si algo en mí restara de razón, se me abriría en el espejo el horror que hace ya años se me oculta: la expresión petrificada y agria de la piel gastada, las greñas grises y encrespadas de colegial mal peinado, la opacidad gélida y vacía de mis ojos. Como si nada en ellos mirara hacia dentro y en mí todo se redujera a esa superficie roída de mi cuerpo renqueante, de mi gordura vieja, de la suciedad de las vendas apuntalando los tobillos hinchados que aún a veces me evocaría la de las sábanas sobadas con mi propia desvergüenza en venta.

Si toda mi cordura no hubiera huido silbando por el puente de mi boca desdentada, goteando babosa por la senda de las comisuras, pondría fin a los bramidos de mi voz inmoderada y salvaje, ésos con los que maldigo a la horda canina, ruidosa, pestilente, que me acompaña noche y día. Pobres hijos tontos de mi soledad, recogidos en cualquier esquina, desahogo de mi rabia y de las migajas amorosas que todavía ahuecan el centro más lacerante de tanto grito.

Si algo de juicio me habitara, no me sentaría en el suelo a parlotear con el silencio, caminando de la risa rota al lloriqueo infantil fruto de emociones espectrales, contemplando ora con odio, ora con indiferencia ciega, las figuras que ante mí aceleran su paso y giran sus cabezas testificando mi inexistencia.


Porque entonces percibiría cómo el contorno aún lejano de estos despojos que soy, de esta carne arrastrada de mano en mano de puta ida y vieja, agrede las pupilas de un mundo que se quiere civilizado a golpe de jabón y desodorante, de pulcritud e hipocresía, forzándolas a batirse en retirada, a limpiarse de la mancha maloliente de mi imagen, a ausentarse de la presencia de mis ropas descompuestas.

En ese caso, tal vez me aventuraría en las tardes lluviosas a echar la vista atrás para bucear en las fuentes de mi desgracia. Aun cuando sólo fuera en un vano intento por abarcar desde la distancia precisa la medida ahora inconmensurable de esta amargura, y dejar por un instante de ahogarme en ella. Amargura dueña de mis labios, señora de mi voz chillona, ama de mi caminar pesado junto a mis perros malolientes. Amargura cosida a mi piel con una inconsciencia bruta que me impide siquiera reconocerla. Amargura que así transparecería, nítidamente perfilada, del recuerdo de todos los errores que abonaron los siguientes, de la trayectoria equivocada trazada por mi propia mano buscando el olvido de su probable castigo.

No. No se me nublarían mi origen desdichado, mi niñez apaleada, mi cortedad juvenil. Pero tampoco aquella urgencia insensata por escapar de la pobreza, la altanería estúpida de la belleza temprana, mi altivo desprecio ante el imparable giro de las saetas, ante las manos sinceramente tendidas. Cualquiera sabe que no hay miseria, infortunio o brutalidad humana capaces de arrancar de cuajo la buena simiente que lucha por crecer. Y yo no luché. Cualquiera sabe que los mordiscos dados en el alma ajena acaban doliendo en los propios dientes hasta hacerlos caer en pedazos. Y yo mordí con saña. Pero de saberlo, también sabría, en una pirueta lógica imposible, que es la ausencia en mí de ese saber quebrado por la sinrazón quien hace brotar alguna vez de la tierra helada, a la luz de un día soleado, flores mansas de alegría infantil que regalan graciosamente de mi boca una mueca aún parecida a una sonrisa.


Si algo en mí quedara de razón podría entonces, tal vez, escribir estas líneas. Y no puedo. Apenas aprendí a leer y estas manos de uñas sucias, cuarteadas por el roce fariseo, jamás acertaron a sostener un lápiz. ¿Para qué? Las putas no escriben. Sobre sus cuerpos se escribe sin querer dejar huella.

Pero quién sabe. A lo mejor sí resta en mí ese poso de cordura. A lo mejor sí alcanzo a percibir algo de eso que nunca me será dado escribir. Quizás todo se limite a que ya ninguna mirada puede herirme, después de tantos ojos fríos. Ni tan siquiera la tuya. Esa mirada tuya que sólo logra vestirse de compasión apuntándome a la sección de la locura.



viernes, 30 de noviembre de 2007

Mememememememememe5: De la A a la Z


Hace ya algunas semanas el doctor Lagarto me pasó un meme que consistía, según él mismo explica, en hacer algo así como un diccionario de filias y fobias de la A a la Z. Si he tardado tanto tiempo en recoger el testigo no es sólo por la pereza que me daba realizar este meme que se anticipa bastante largo, dado el número de referencias que debe contener, y que unido a mi general tendencia al exceso podía hacer de su lectura una verdadera tortura para vosotros. Se trata más bien de que no me siento cómoda a la hora de confeccionar un listado que presuntamente deba retratarme de un modo u otro. Pues ello implica -y más en este caso concreto en que rige el principio alfabético- una forzosa selección y jerarquización entre cosas a menudo igualmente valiosas desde diferentes puntos de vista que me parece tan difícil como innecesaria y falseadora. Además de que, particularmente, basta con que se me invite a pensar en cuáles son las cosas que más me motivan o dejan de motivar para que en mi cabeza se abra un vacío inmenso ante el que me siento impotente y desarmada.

Sin embargo, dado que en su día -digo yo que en un momento de enajenación transitoria :P- acepté el meme y no me gusta faltar a mi palabra, he decidido finalmente ponerme a ello. He preferido dejar de lado las fobias y lo que a continuación os presento es una especie de diccionario de filias literarias: se trata de aquellos escritores que más me han hecho disfrutar del placer de la lectura, con los que más creo haber aprendido sobre lo humano y lo divino, y sin cuyos libros este mundo sería para mí un lugar infinitamente más pobre y aburrido. De entre ellos, destacaré uno de cada escritor, aquél que por diferentes razones en cada caso ha constituido para mí algún referente señalado dentro de su obra. Vamos a ello:

Auster, Paul: Alguien me dijo una vez que las coincidencias que nos unían, pese a los muchos kilómetros que nos separaban, empezaban a parecerse a las que pueblan sus novelas. El azar es más decisivo en nuestras vidas de lo que nos gusta creer. Porque a veces trae consigo el infierno. Pero también el paraíso. Como en "El país de las últimas cosas".

Borges, Jorge Luis: ¿Qué pasaría si nuestra percepción del mundo no estuviera cercenada por el esquematismo de los conceptos? ¿Qué ocurriría si nuestra memoria, en lugar de ser pobre y selectiva, fuera capaz de retener y recrear hasta las más nimias diferencias de las innumerables hojas que posee un único árbol, o las de todos los árboles? Son las preguntas que laten entre las líneas de "Funes el memorioso".

Cortázar, Julio: No podía faltar aquí, conociendo como conocéis mi particular fascinación por él. Al igual que me fascina un personaje que aún no he mencionado nunca en este blog, el protagonista de "El Perseguidor", un saxofonista de Jazz peligrosamente proclive a perder su instrumento y capaz de atisbar los misterios del Tiempo a través de su música.

Dürrenmatt, Friedrich: Hizo explotar magistralmente los supuestos de la novela policíaca en "La promesa". No puede haber lugar para la casualidad en la lógica perfecta de los hechos que deben conducir al descubrimiento de un asesino de niñas. Lo siento, Dostoievski, pero es que ya estaban saliendo demasiados clásicos.

Ende, Michael: La nada que devora Fantasía en "La historia interminable" me plantó por primera vez, todavía siendo adolescente, ante la imagen del nihilismo, maravillosamente retratado en esta narración bicolor que es a un tiempo un genial elogio a la lectura y al poder de la imaginación.

Frisch, Max: La racionalidad sistemáticamente aplicada, la creencia en los puros hechos efectivos y contrastables de la mirada científica, nos ciega para lo más importante de nosotros mismos y de aquello que nos rodea. Éste será el doloroso pero vivificante descubrimiento del protagonista de "Homo Faber".

García Calvo, Agustín: La imposibilidad de definirnos sin matar algo esencial en nosotros, la lucha por abrirnos a la contradicción que nos devuelva a la vida, es el tema de su "Sermón de ser y no ser": "Yo soy el acto de quebrar la esencia: / yo soy el que no soy. Yo no conozco / más modo de virtud que la impotencia".

Houellebecq, Michel: La decadencia de Occidente anunciada por Spengler sigue su curso. Algo tan elemental como el cariño o la capacidad de entrega brillan por su ausencia en un mundo cada vez más gélido e inhabitable. Sus habitantes buscan el calor de lo humano en países lejanos. Lo he leído en su polémica novela "Plataforma". Al placer de su lectura he tenido la suerte de poder sumar el de interesantísimas discusiones sobre su sentido.

Iris Murdoch (perdón por la trampa, pero es que a John Irving aún tengo que leérmelo :P): Los sentimientos nacen puros pero acaban corrompiéndose encajonados en los patrones preestablecidos de las relaciones socialmente aceptadas. Leí incansablemente hace unos años las novelas de esta escritora irlandesa, capaz de desmenuzar con prodigiosa habilidad los perversos mecanismos que desembocan en la destrucción de los afectos y mantener en todo momento una mirada compasiva ante el desgarro y el sufrimiento que aquéllos generan. Por ejemplo, en "El príncipe negro".

Jelinek, Elfride: Aún estoy impactada por el descubrimiento de la prosa entrecortada y contundente, y aún así repleta de metáforas, de esta Premio Nobel austríaca en "La pianista", para mí un crudo y lucidísimo análisis de las relaciones de poder que atraviesan el amor y el sexo, por las que lo supuestamente más sublime deviene en algo sórdido y brutal. Fue espléndidamente llevada al cine por Michael Haneke en 2001.

Kafka, Franz: Nos duele la gran herida, una flor abierta en nuestro costado sembrada de gusanos para la que no existen bálsamos ni cirugías. Clamamos desesperados la ayuda de un médico. Nos gustaría arrancarle los ojos cuando nos dice lo que nunca desearíamos saber: nuestra herida no tiene cura. Así lo refleja "Un médico rural".

Lorca, Federico García: "Si tú vienes a la romería / a pedir que tu vientre se abra / no te pongas un velo de luto / sino dulce camisa de Holanda. / Vete sola detrás de los muros / donde están las higueras cerradas / y soporta mi cuerpo de tierra / hasta el blanco gemido del alba". Es el principio de una canción, a la que Paco Ibáñez puso música, de la tragedia "Yerma", mi particular puerta de entrada a la poesía hecha teatro.

Mann, Thomas: Una muchacha enamorada del intelecto de un hombre y del cuerpo de otro verá hecho realidad el sueño imposible de fundirlos en una sola persona. Sin embargo, "Las cabezas trocadas" nos enseña que la escisión siempre vuelve a aflorar. Mal que nos pese, la elección es inevitable, y con ella la pérdida.

Neruda, Pablo: Aún me recuerdo cruzando bien temprano aquel puente, camino de una facultad que ya odiaba, y recitando, al modo de un mantra salvífico que me protegiera de la jornada que empezaba, aquello de "Me gusta cuando callas, porque estás como ausente. / Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. / Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca".

Ovidio: Dafne se transformó en laurel perseguida por Apolo. Narciso en flor, enamorado de su propio reflejo en el agua. Zeus se convierte en un hermoso toro para raptar a la bella Europa y también en cisne para poseer a Némesis. La magia y el misterio de la transmutación son la constante que da unidad al inmenso libro de las "Metamorfosis".

Proust, Marcel: El tiempo perdido puede recobrarse gracias a una simple magdalena o un ligero desnivel en el suelo. El tiempo cobra dimensiones insospechadas cuando un gesto inesperado nos devuelve aquel fragmento de vida largamente hundido en el olvido. Siete tomos marcan el comienzo y el final de una búsqueda. Pero también unas pocas palabras pueden regalarnos milagrosamente el hallazgo de aquello que, sin saberlo, siempre estuvimos buscando.

Rilke, Rainer Maria: Es, con mucho, el poeta que más he leído. Sus versos siempre crípticos y plagados de simbolismos nos enfrentan al reto de encontrar la llave que nos permita descifrarlos. Pero Rilke habla en el fondo, como todos los grandes poetas, de lo más básico y elemental de nuestra existencia. Sólo que eso tan básico y elemental es siempre lo más difícil de expresar y comprender. La elección en este caso no deja lugar a dudas: "Elegías de Duino".

Steinbeck, John: En un mundo injusto, donde una gran mayoría se ve abocada a la indigencia y la penuria, seguimos disponiendo de un recurso de incalculable valor: la solidaridad. Pocas escenas me han conmovido tanto como ésa en la que una joven madre cuyo primer hijo acaba de nacer muerto alimenta con la leche de sus pechos a un hombre famélico. En "Las uvas de la ira".

Tournier, Michael: Ese símbolo del progreso, el etnocentrismo, y el triunfo de la racionalidad occidental que es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe aparece inteligentemente subvertido en la genial novela "Viernes o los limbos del Pacífico". Algo tenía el salvaje Viernes que enseñar a Robinson, aun cuando Defoe aún no pudiera intuirlo.

Unamuno, Miguel de: Un párraco carga en silencio con el dolor y la contradicción de su falta de fe mientras predica la palabra de Dios para hacer más soportable y llenar de esperanza la vida mísera de sus fieles. Es "San Manuel Bueno, Mártir", abandonado por Dios, solo ante el vacío y sacrificadamente encerrado en la mentira. Sus ojos tienen la hondura del lago, sus sermones alcanzan el pie de las montañas que rodean su pueblo.

Valleinclán: Imposible sustraerse a los encantos del único seductor en la historia de la literatura que cuenta con todas mis simpatías, ese Don Juan feo, católico y sentimental que fue el Marqués de Bradomín en sus "Sonatas".

Whitman, Walt: Todos somos en el fondo uno. A todos nos unen los mismos temores, las mismas angustias, los mismos anhelos. Sólo hace falta mirarnos a los ojos para reconocernos en cualquier otro, para hermanarnos con su alegría y su dolor. En esencia, todos somos tan parecidos como las "Hojas de hierba".

Yourcenar, Marguerite: Encontró una frase en una carta de Flaubert que puso en marcha su novela más famosa: "Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo". En este momento habitó el emperador de sus "Memorias de Adriano".

Zweig, Stefan: Nuestras mejores intenciones pueden abocar al desastre. No cabe compensar la desgracia ajena prodigando afectos carentes del sustento de un sentimiento verdadero. El daño causado excederá con creces a la alegría e ilusión procuradas. Algo así ocurre en "La piedad peligrosa".


Y bueno, con esto doy por concluido el meme. Uff, ha sido realmente agotador, y eso que me he saltado la Q y la X, así que os libraré del castigo que supondría una nominación. ¡Y espero que no vuelva a caerme otro meme en mucho tiempo! :)


martes, 20 de noviembre de 2007

Humildad


Siempre he visto en él a un hombre de apariencia tosca, sencilla, humilde. Humildes fueron también sus orígenes y la profesión que heredó de su padre, la ebanistería. Y humilde es, a mi juicio, la tarea que esas manos de carpintero, dotadas de cierta habilidad para tocar la guitarra, emprendieron en el mundo de la música.


Durante ocho años anduvo acompañando en el París de los años cincuenta, ciudad a donde se exiliaría su familia, a una cantante, Carmela, con la que realizaría sus primeras grabaciones discográficas. Pero fue un concierto de George Brassens lo que hizo germinar en él la idea de aquello a lo que como músico quería entregarse y a la que ha permanecido fiel toda su vida: poner música a la poesía. Porque eso es lo que ha hecho Paco Ibáñez a lo largo de su extensa trayectoria musical: devolver a la poesía, aunque fuera por la puerta falsa, una cualidad sin la que jamás hubiera surgido. Una cualidad que, sin embargo, perdió hace ya muchos, muchos siglos: la ser de no solamente dicha, recitada o leída, sino también cantada.

Todo empezó con Luis de Góngora. Al poco le seguiría García Lorca, y más adelante Rafael Alberti, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Miguel Hernández, Quevedo, Machado, Cernuda y muchos más. La elección de sus poemas nunca fue inocente. Corrían tiempos difíciles para sus paisanos de origen. Tiempos de exilio, de falta de libertades, de opresión, de mojigatería. Como si su voz pudiera traspasar los kilómetros que lo separaban de su tierra natal y con ella quisiera lanzar un mensaje de protesta y aliento, Paco cantará desde París poemas de poetas prohibidos, asesinados, huidos. Poemas donde se habla de la libertad hurtada. Poemas brotados de la tristeza e impotencia del exilio. Poemas que denuncian la injusticia que divide al mundo en ricos y pobres, en terratenientes y aceituneros. O que critican la tiranía e hipocresía del clero. Y también poemas donde lo más esencial, lo más básico e imprescindible, se hace palabra: la amistad, el deseo, el amor, la muerte, la vida.

Paco es en sus comienzos una voz que hace sonar poesía en castellano en los teatros parisinos. En 1968 da su primer concierto en Manresa y se instala en Barcelona, aun cuando regresa frecuentemente a París para actuaciones hoy día tan conocidas como la que tuvo lugar en 1969 en el Olympia. Poco después el gobierno franquista prohibe sus conciertos en todo el territorio español y decide vivir de nuevo en París, donde residirá hasta 1990.

Tras la muerte de Franco y el correspondiente cese de la censura impuesta sobre sus canciones, se le invita a participar en los conciertos de celebración por el cambio de régimen. Pero pese al profundo compromiso político que animaba su música, Paco nunca quiso comprometerse en el juego de la política real y rechaza la invitación. Por dos veces, en 1983 y en 1987, el gobierno francés le concede la Medalla de las Artes y las Letras, que Paco rechaza igualmente, alegando: "Un artista tiene que ser libre en las ideas que pretende defender. A la primera concesión pierdes parte de tu libertad. La única autoridad que reconozco es la del público y el mejor premio son los aplausos que uno se lleva a casa". Una autoridad a la que, por otra parte, supo ganarse con creces en los escenarios armado simplemente con su voz y su guitarra.

Pero lo que siempre me ha inspirado una profunda simpatía en Paco Ibáñez no es sólo esa actitud política, tan honesta y ajena a las miserias de la política efectiva, sino, sobretodo, el modo en que se planteó su carrera artística. Paco nunca escribió ni una sola de las letras de sus canciones. Lo que había que decir, ya lo habían dicho otros. Eran sus palabras, las palabras de esos otros, las que debían ser entonadas y cobrar nueva vida gracias a los acordes de su guitarra. Paco pone su voz, una voz no especialmente bella ni melodiosa, al servicio de que vibren esas voces ya antiguas. Él permanece invariablemente en un segundo plano para que ellas vuelvan a despertar y resuenen, con más fuerza que nunca, más allá de las páginas de un libro. Por eso la música de sus canciones es sencilla, tremendamente sencilla. Porque lo importante no es la música. Lo importante en este caso es que la música logre resucitar palabras cuya belleza no quiere morir en el olvido. Versos cuyo valor reclama perdurar en nuestra memoria.

¿Puede haber tarea que se piense a sí misma de forma más humilde?

Os dejo con Paco Ibáñez, un Paco Ibáñez ya mayor y cansado, pero que aún sigue enseñándonos en sus canciones poemas que tal vez nunca hubiéramos conocido sin su ayuda. Como éste de Miguel Hernández.


miércoles, 14 de noviembre de 2007

Acerca de lo siniestro


En 1919 Freud escribió un artículo titulado "Lo siniestro" en el que trataba de dilucidar, como su nombre indica, cuál era el sentido concreto de la experiencia de lo siniestro. Pues si bien esta experiencia quedaría para él asociada a un sentimiento fundamental en el desarrollo del individuo, a saber, la angustia, también considera la necesidad de que exista algún componente específico por el que determinada situación u objeto angustioso pueda, además, ser calificado de siniestro.

La primera vía que Freud emprende para su investigación es el análisis del propio concepto de lo siniestro atendiendo al uso que de él se hace en el lenguaje. Lo siniestro se identifica de entrada con lo que produce espanto, con lo pavoroso, espeluznante, inquietante o lúgubre. Sin embargo, la verdadera clave que encauzará el estudio freudiano se obtendrá del examen de aquel término del cual, en su propia lengua alemana, deriva lo que nosotros llamamos siniestro: lo unheimlich, que además de siniestro significa también inhóspito, no es sino la ausencia o negación de lo heimlich, adjetivo que, procedente del sustantivo Heim (hogar), cabría traducir como lo propio de la casa, lo familiar, lo no extraño, lo que recuerda al hogar, lo confortable, entrañable o íntimo. Pero, sorprendentemente, heimlich posee a su vez en alemán otro sentido muy distinto al mencionado: heimlich sería lo secreto, lo oculto, lo que no debe manifestarse e incluso lo que se sustrae al conocimiento o se muestra como impenetrable. Así pues, si lo heimlich denota por una parte lo familiar y conocido, también puede designar, por otra, aquello que, siendo desconocido e insondable, constituye igualmente una fuente de temor.

Del hecho de que lo heimlich o familiar evolucionara en alemán hasta el punto de llegar a significar su contrario, es decir, lo unheimlich o siniestro, Freud concluirá que lo siniestro no sería en el fondo más que algo así como el rostro oculto de lo familiar: lo siniestro representaría aquella forma de lo angustiante que afecta a las cosas ya conocidas y familiares. Frente a la identificación de lo nuevo, insólito o desconocido con la raíz más común de nuestros miedos, para Freud serán exclusivamente las cosas familiares las que, en un momento dado, pueden tornarse siniestras o espantosas.

Dada la consabida fijación del psicoanálisis por los impulsos erótico-libidinos del individuo, Freud pretenderá en su artículo llevar esta tesis al terreno de las experiencias reprimidas y los miedos infantiles a la castración. Pero dejando de lado tal lectura en clave psicoanalítica, siempre me ha parecido muy sugerente esa visión que propone de lo siniestro. Y por varias razones.

Sin duda lo familiar o conocido, aquellas personas, lugares o cosas que nos reconfortan y con las que nos sentimos como en casa, son el referente por excelencia de nuestros sentimientos de protección y seguridad. En ellos encontramos el espacio donde sabernos protegidos, a salvo de cualquier posible amenaza. Son nuestro refugio, el terreno en el que ampararnos o guarecernos, el conjuro perfecto frente a los continuos peligros a los que estamos expuestos. Por ello, si en algún momento tuviéramos la sensación de que lo familiar puede convertirse también en habitáculo del miedo, quedaríamos absolutamente faltos de protección y agarradero. ¿Dónde podríamos resguardarnos en ese caso? ¿Hacia dónde huir del peligro si ese peligro emerge de lo que nos es más próximo? ¿Qué podría entonces procurarnos el sentimiento de estar a salvo? La experiencia de lo siniestro, diría Freud, responde a la súbita transformación del propio calor del hogar en algo capaz de helarnos la sangre en las venas.

Pero, por otra parte, la idea freudiana sugiere también que tal vez lo más familiar esté ya habitado, en esencia, por lo siniestro. Sólo será cuestión de que determinadas circunstancias propicien una visión diferente de nuestra realidad inmediata y conocida para que descubramos en ella un agujero negro, un abismo oscuro y terrorífico. Nuestro habitual sentirnos como en casa no sería entonces más que una pantalla que ocultaría lo que de radicalmente inhóspito anida en lo más cercano, en lo cotidiano y sabido. Pocos años después alguien diría que eso es lo que realmente sucede en la existencia humana: abocados a una muerte siempre cierta y totalmente imprevisible, capaz de sobrevenirnos en cualquier instante, caminamos por el mundo rehuyendo esta certeza, haciendo para mañana o para el próximo minuto planes sólo imaginables si nos esforzamos tenazmente por obviar esa constante posibilidad de morir. Nuestra propia existencia, nunca elegida y además mortal, sería, en definitiva, un lugar inhóspito, un espacio siniestro, por más que cotidianamente nos ceguemos ante tal condición.



El artículo de Freud analiza asimismo, al hilo de ciertos cuentos de terror, aquellos posibles objetos a los que se liga la experiencia de lo siniestro: entre otros, destacará la oscuridad, que vuelve la habitación familiar en una estancia amenazante; una vieja muñeca que despierta a la vida -nada más familiar y cercano que las muñecas de nuestra infancia-; la sospecha de tener un "doble", es decir, de encontrarnos con un ser absolutamente idéntico a nosotros; la repetición de lo semejante; o un miembro separado del cuerpo que inesperadamente cobra vida propia.

Cuando hace ya muchos años leí este artículo recordé un cuento de Cortázar que me había fascinado particularmente. Siempre he visto en Cortázar a un maestro a la hora de proyectar una mirada sobre la realidad que subvierta nuestra percepción más común de ella. Y creo que este cuento ilustra perfectamente esta idea. En él, lo que para la teoría freudiana constituiría un objeto claramente siniestro, a saber, una mano que aparece todas las noches ante la ventana de su protagonista, se convierte en una figura entrañable que se pasea tranquilamente por su habitación curioseando entre sus pertenencias, deslizando un dedo por las líneas de sus libros como si estuviera leyendo o acariciando los tejidos que encuentra a su paso, y con la que el protagonista llega a entablar una relación de rara naturaleza afectiva. Sin embargo, esta figura aparentemente terrorífica y transformada magistralmente por Cortázar en algo entrañable, acabará, en una nueva vuelta de tuerca, por recuperar su carácter siniestro: será en el momento en que el protagonista advierta cómo juega con el estilete con el que suele abrir las cartas enviadas por su amada, y tema que la mano, presa de celos, albergue intenciones de asesinarlo.

He contado el relato de memoria y es posible que lo haya adornado en mi imaginación, pues lo leí siendo muy joven y nunca he tenido oportunidad de leerlo otra vez. Si no recuerdo mal, se trata de un cuento hasta entonces inédito publicado en las obras completas de Cortázar editadas por Galaxia Gutenberg, cuyo primer volumen me prestó un amigo de aquella época. El otro día estuve buscándolo desesperadamente por la red pero sin éxito alguno, ya que no consigo recordar su título. ¿Alguno de vosotros lo ha leído y lo sabe?



miércoles, 7 de noviembre de 2007

Soltar


Expulsados del calor de las aguas originarias alcanzamos esta orilla como náufragos desnudos, sin más posesión que el aire abriéndose camino por nuestras minúsculas arterias, en el llanto un arma única para sostener la fragilidad de la vida incipiente. Éramos sólo carencia y sólo eso. De ahí que todo nos fuera dado al comienzo, cuando apenas asomábamos a una conciencia somnolienta aún ajena al cálculo, obligada a aceptar en ausencia de elección previa, de valoración premeditada. No puede negarse que ya entonces nos rozaba la pérdida. Los niños aprenden que los juguetes nuevos deben reemplazar a los viejos. Pero más allá de los necesariamente impuestos y seguros, de los cercanos e incondicionales, no podían nuestros afectos infantiles ser duraderos. La inexperiencia fuerza al olvido ante la novedad siempre gozosa, siempre infinita para el ojo falto de pericia. Braceábamos en medio de un torrente vertiginoso de dádivas, de un constante fluir de obsequios donde lo restado a lo adquirido no hería con huellas perceptibles.

Sólo más tarde se nos iría revelando que algunos objetos, algunos rostros, tienden a ajustarse con mayor precisión a nuestros contornos y merecen por ello ser salvados del flujo imparable y asidos con fuerza. Guiados por ese hilo llegamos a descubrir el mecanismo de un intercambio sagrado: imposible recibir sin dar, si todo acoger depende de la existencia de un espacio que brindar, si todo retener necesita de una oquedad donde albergar lo deseado. De lo contrario se impondrá el pasar de largo, si acaso la fugaz permanencia sin arraigo, extraña al crecimiento y a la maduración fructífera. Pero fue el transcurrir del tiempo el que nos legó el último y más amargo aprendizaje: el de los límites, difusos pero indudables, en ocasiones maleables aunque nunca infinitos, de los habitáculos en nuestra alma destinados a la hospitalidad y el cuidado, a la imprescindible dedicación que permite aceptar cada regalo.

No nos quedó entonces sino someternos al árduo ejercicio de la economía anímica, de la administración de interiores, de la gestión de esfuerzos. Al cómputo mesurado de valores, de rendimientos vitales, esenciales o regidos por las circunstancias. Porque sobrevenido cierto grado de completud, toda nueva carta de admisión requiere el proporcional desalojo y liberación del terreno que le dé cabida. No hay lugar suficiente en nuestra mesa para todos los comensales que querríamos a nuestro lado. Quizás ya ni siquiera se trate de despachar a unos para invitar a otros, sino del impulso a agasajar debidamente a quienes más sinceras sonrisas nos prodigan y arrancan. E incluso habrá momentos en que el número de sillas precise de una drástica reducción si quiere la fortuna que hallemos en la mirada de uno de nuestros huéspedes ese fuego donde arder indefinidamente bajo el fuelle nutricio que concentre todo nuestro aliento.


Aún a veces nos entregamos en la ensoñación al espejismo infantil de un recibir ajeno a todo saber de sus fronteras, aferrados a la ilusión de un devenir que lograra cifrarse en un cúmulo ilimitado de tesoros. Tal vez habite en aquella carencia primera e irrebasable, la que nos acompañará de principio a fin, el tiránico dictador de la ley de la conservación, la condena al dolor en el soltar y necesario desprenderse de lo que no por precioso cabe sustraer a rangos y jerarquías. La carencia madre del horror al vacío, si ninguna plenitud se asegura eterna ni amortigua la constante amenaza de desposesión.

Con excesiva facilidad olvidamos que desde el instante de ese irrumpir sanguinoliento todo fue y sigue siendo un regalo, un añadido que suma y suma desde el cero primigenio. Que hasta la pérdida resulta ganancia en el cómputo global, enriquecida además, pese a su lógica caprichosa y enigmática, por la plusvalía de la memoria. Como olvidamos que desnudos alcanzamos esta orilla y también desnudos habremos de abandonarla.

Una y otra vez tendremos que aprender la enseñanza apenas asumible, siempre inevitable: soltar. ¿Por qué no como quien suelta un valioso lastre? Liberándonos con él del temor y la pesadumbre. Acaso con una falsa alegría que persiga en su propio gesto transformarse en su verdad.


No, queridos y queridas. El blog no lo suelto. Todavía no. Antígona aún tiene muchos rollos que soltaros :)


viernes, 26 de octubre de 2007

Confianza


Apenas levantarme ayer por la mañana, oí en la radio que la agresión ocurrida en el metro por parte de un energúmeno -dudo que pueda calificársele de otra manera- contra una adolescente ecuatoriana se enmarcaría dentro de los llamados delitos contra la integridad moral de las personas, y que por ello su pena podría cifrarse entre seis meses y dos años de cárcel. El comentarista que daba la noticia recalcaba que a ese grupo de delitos pertenece, entre otros, el de tortura. Por lo visto, la tipificación de tales delitos contra la integridad moral constituye una de las nuevas aportaciones del código penal de 1995 precisamente porque recoge, junto a la tortura y otros delitos de malos tratos, una figura antes no contemplada en nuestro ordenamiento jurídico: el delito de grave trato degradante cometido por un particular contra otra persona.

Al oír la palabra "tortura" no pude evitar acordarme de Jean Amery, un intelectual austríaco que, por su militancia en la Resistencia belga frente a los nazis, fue capturado en 1943 por la GESTAPO y torturado antes de ser conducido al campo de concentración de Auschwitz. Muchos años después Amery escribiría un libro titulado Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, donde reflexiona sobre esta terrible época de su vida y sobre su propia experiencia como torturado. Amery no sufrió una tortura atroz. Como él mismo señala, su tormento fue relativamente benigno y no dejó llamativas cicatrices sobre su cuerpo. Sin embargo, su suicidio en 1978 demuestra claramente el fracaso de ese intento de superación de su condición de víctima que animó este texto. Porque para Amery lo más grave del suplicio de la tortura no es tanto el dolor sufrido ni el atentado contra la dignidad que representa, como cierta transformación en la visión del mundo que acaece con ella difícilmente reversible y que trastoca radicalmente nuestra manera más básica de encontrarnos en él.

Dice Amery que ya desde el primer golpe recibido se pierde un vínculo esencial por lo general no cuestionado: la confianza en el mundo. Para él uno de los supuestos más importantes de esta confianza es la certeza de que los otros respetarán mi ser físico, de que si las fronteras de mi yo son las fronteras de mi cuerpo, nadie violará ese límite de mi epidermis imponiéndome por la fuerza su propia corporalidad. Cuando además no cabe esperar la ayuda del otro, el atropello corporal se convierte en una aniquilación de mi existencia. Ese primer golpe que ninguna mano frena ni quiere frenar, afirma Amery, "acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar", pues la experiencia del dolor sólo nos es soportable y admisible si va unida a la perspectiva, más o menos inmediata, de su auxilio. Algo fundamental muere en nosotros cuando somos víctimas de la violencia ante la mirada indiferente e impertérrita del torturador.

Desde ese momento el torturado ya no podrá volver a sentir el mundo como su hogar. Su confianza en él ya no alcanzará a reestablecerse. La experiencia del otro como un enemigo, como un soberano cuyo dominio reside en el poder de infligir dolor y destruir, derrumba toda posible imagen de un mundo donde impere el principio de la esperanza. Por ello, proclama Amery, "la víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él". La angustia, y también el resentimiento, sólo insuficientemente catalizado por el afán de venganza, habrán de corroerle hasta el fin de sus días. Es posible que en estas líneas Amery estuviera ya justificando, anticipada e inconscientemente, ese "levantar la mano sobre uno mismo" del suicidio con que pondría término, no mucho después, a su existencia. Es posible. ¿Quién puede vivir eternamente atenazado por la angustia y el resentimiento?

A diferencia de Amery, siempre he creído que es condición intrínseca al ser humano el nunca poder sentirse en este mundo como en casa. Elementos consustanciales a nuestra existencia, como la inevitabilidad del dolor o la certeza de la muerte, nos lo impiden. Pero creo comprender lo que dice: dentro de este haber sido arrojados al mundo en ausencia de toda elección de ese hecho y de las circunstancias que esencialmente lo constituyen, este mundo, sin llegar a ser nuestro hogar, puede ser un lugar más o menos habitable en función de cómo seamos tratados en él por nuestros semejantes.

Si nos acogemos a la ley y a la clasificación del delito cometido que se ha llevado a cabo, cabe pensar que la escena de violencia en el metro a la que hemos asistido reiteradamente estos días en los medios de comunicación será juzgada no sólo por violencia física sufrida por la víctima, sino también, y fundamentalmente, por el grave trato degradante que esa forma de violencia implica. De lo cual se deduce que, si bien nadie duda de la existencia de formas de trato degradante exentas de violencia física, la ley reconoce que la violencia física, ejercida bajo ciertas condiciones, siempre comporta una grave degradación moral.

Vuelvo a pensar en Amery y no puedo dejar de preguntarme por el fundamento conceptual que subyace a esa agrupación de delitos como éste junto con el de tortura. Y sólo se me ocurre que el ingrediente común a ambos radicaría quizás en esa incomprensible transformación del otro, un otro anónimo y fortuito, en el momento en que se atreve a alzar su mano sobre nosotros y nos propina el primer golpe, en circunstancial soberano que gratuitamente se cree con derecho a infligir dolor y sufrimiento. De manera que si ese delito puede ser penado como atentado contra la integridad moral de la víctima es tal vez porque con él, ya desde el primer golpe, se ha quebrado esa confianza en el mundo a la que Amery aludía: la confianza elemental en que ningún otro violará las fronteras de nuestra epidermis, sobre cuya base queremos caminar tranquilamente por el mundo.

jueves, 18 de octubre de 2007

Elija usted


Hay verdades sepultadas por el polvo de los siglos que deberíamos rescatar más a menudo. Verdades pronunciadas por hombres sabios frente a las que hemos alzado no sólo la barrera del tiempo, sino también la del prejuicio de lo difícilmente alcanzable, de lo sólo accesible para unos pocos. Y basta, sin embargo, con atreverse a profanar esos santuarios, celosamente custodiados por el sacerdocio de la academia, para descubrir palabras e ideas cuyo sentido nos es tan cercano como necesario de recordar.

Decía Spinoza en su Ética demostrada según el orden geométrico algo tan sencillo como que la alegría nos potencia y la tristeza nos debilita. Que el amor y el odio no son sino la alegría o la tristeza asociadas a la idea de aquello que las genera. Y que por eso quien ama se esfuerza por tener presente y conservar la cosa que ama, mientras que quien odia lo hace por apartar y destruir aquello que odia. Pues cada cosa tiende a perseverar en su ser, y no hay forma de perseverar en el ser sin aumentar la propia potencia, sin ganar en fuerza para seguir perseverando.

O sea, que o crecemos o menguamos, o nos engrandecemos o empequeñecemos, pero no hay quietud posible en este río imparable de la vida en el que nunca nos bañaremos dos veces. Y sólo la alegría y el amor que la provoca habrán de potenciar a cada paso lo que somos y seremos, mientras que, por el contrario, la tristeza y el odio acabarán por disminuirnos.

La fórmula de la vida buena se hallaría, por tanto, en el esfuerzo por rodearnos de aquellos objetos que suscitan nuestra alegría, y que por ello amamos, así como en apartar de nosotros aquellos otros que nos entristecen, y por ello odiamos. Parece simple, ¿verdad? Sin embargo, no fue Spinoza tan ingenuo como para no saber que un mismo objeto puede ser a la vez causa de alegría y de tristeza. No cabe duda de que ahí reside la complicación de todo el asunto. Nos debatimos entonces entre el deseo de poseerlo y a la vez de alejarlo, de conservarlo a nuestro lado y al mismo tiempo de destruirlo. Y en medio de ese desgarro, diría Spinoza, tal vez la única solución sea rechazar definitivamente ese objeto de afectos contradictorios y buscar otros objetos dignos de amar que nuevamente despierten nuestra alegría y sólo nuestra alegría.

Ahora bien, lo que cabría preguntarle a Spinoza es por qué si la fórmula se deja expresar de manera teórica con tal simplicidad, por lo general nos resulta tan difícil seguirla. Es obvio que nadie puede desear aquello que le entristece. No obstante, no creo que a ninguno nos resulte ajena la experiencia de haber luchado por mantener a nuestro lado eso que nos entristecía con la inevitable consecuencia de habernos con ello procurado aún más dolor y sufrimiento. Del mismo modo, todos deseamos rodearnos de aquello que nos alegra. Pero, contradictoriamente, en ocasiones somos capaces de apartarlo, de combatirlo, de dañarlo e incluso de llegar a aniquilarlo.

Pero Spinoza, que era en el fondo un gran optimista, posiblemente nos espetaría ante tal pregunta: "¿Qué quiere usted, crecer o decrecer? ¿Potenciarse o debilitarse? Entonces elija. Porque ya le he demostrado, y además según un orden geométrico irrebatible, que la alegría nos potencia y la tristeza nos debilita.
Y si alguna vez se ha planteado la idea de que sólo se vive una vez, la elección estará tan clara como el agua".

Hoy tengo la sensación de que este caballero de mirada amable y cabellos alborotados tenía, por más complicados que nos empeñemos en ser, por muchas vueltas que le demos a las cosas, más razón que un santo. Aun cuando toda su demostración geométrica le sobrara para tenerla.


viernes, 12 de octubre de 2007

Exclusivamente hacia adelante


"No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar.

Un hecho trivial: atasco de domingo por la tarde en la autopista del sur dirección París. Miles de personas detenidas en sus coches bajo un sol ardiente. Impaciencia, impotencia, aburrimiento. Han comenzado ya los primeros acercamientos. Es necesario matar el tiempo de alguna manera, compartir el desasosiego. La chica del Dauphine se empeña en hacer partícipe al ingeniero del Peugeot 404 situado a su lado de sus inútiles cálculos temporales, espaciales: cuántas horas han pasado ya, qué ridícula cantidad de metros se ha avanzado en ellas. Los tripulantes se observan desde sus respectivos vehículos. Sus señas identificatorias se reducen a las del modelo del automóvil que ocupan.

Pasan las horas. Circulan de coche en coche hipótesis acerca de las posibles causas de tan monumental atasco. Ninguna cierta. Ninguna creíble. Todos tienen prisa. Citas particulares o motivos difusos para llegar cuanto antes a París. La situación es absurda. Para desesperación de los personajes, para desesperación del lector, cae la noche. Con ella, surgen las primeras muestras de solidaridad. Un sandwich a medias, un trozo de una tableta de chocolate, un poco de agua.

En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero. Taunnus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota.

Se hace de día y urge organizarse. Los niños y los ancianos necesitan más atenciones. Hay quienes poseen provisiones y no dudan en repartirlas. Primeras muestras, también, del egoísta afán de supervivencia ante la incertidumbre. Pero la solidaridad acaba primando. La desolación afecta a todos por igual, y de la angustia brota una hermandad tal vez impensable en la seguridad garantizada de la ciudad.

Perdidos en los pormenores de esa peculiar administración de víveres en medio de ninguna parte, pasa otro día, otro más. LLega un punto en que el propio Cortázar desiste de llevar la cuenta. En un tiempo ahora indefinido, asistimos a la primera deserción -un hombre ha abandonado su Floride en plena noche-, al primer suicidio -el del extraño tripulante del Caravelle, voluntariamente aislado en su coche desde el principio, víctima del desgarro, según la nota garabateada en su agenda, por el abandono de su amada-, al enfermar de la anciana del ID, finalmente a su muerte. El Peugeot 404 se convierte en ambulancia para los posibles enfermos. Expediciones a las granjas vecinas en busca de alimento topan sólo con una hostilidad valientemente superada en la unión. Porsche es el empresario sin escrúpulos que no duda en enriquecerse a costa de la indigencia reinante, la llegada de las leyes del mercado a esa pequeña comunidad surgida de la casualidad y el accidente. Pero incluso entonces sigue imperando la generosidad y la cooperación frente al tirano económico.

Recrudecimiento de las circunstancias: el capricho nevado del frío, compartir mantas, colchones, chaquetas. Al calor de esos abrigos precarios en el interior de los vehículos, el encuentro de los labios, de los sentimientos, de los sexos. En ese tiempo fuera del tiempo que ya no sabemos cuánto dura, Dauphine anunciará que espera un hijo de Peugeot 404, el hijo fruto de un mundo fortuitamente construido donde el nacimiento por venir, el amor y la muerte atestiguan, como no puede ser de otra manera, el prosperar de la vida aún en medio del caos domesticado. De una vida improvisada sobre cuatro palillos, sí, pero tan real que, subrepticiamente, acabará haciéndose más fuerte en el deseo que la que cada aguarda a cada uno de sus nuevos miembros. Tal vez porque en ella sólo les espere la soledad de sus viviendas parisinas, el aislamiento en la muchedumbre, el anonimato de la gran urbe.

Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que quería.

Porque también es ley de vida que nada dure eternamente. De manera inesperada el atasco se disuelve y los coches comienzan a rodar. Imposible preever las consecuencias que de ello se derivarán en los próximos minutos. La imprevisibilidad es en el cuento la clave del infortunio, de la separación, de la pérdida abrupta de unos lazos que no por breves han sido menos verdaderos, menos intensos. Sin embargo, ¿no es siempre así? Todo nos pilla siempre por sorpresa. Por primera o por última vez. Los acontecimientos nos sobrevienen sin previo aviso y no nos cabe sino mirar hacia adelante. Siempre adelante.

Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante."




Tal vez La autopista del sur no sea uno de los mejores cuentos de mi admirado Cortázar. Pero siempre he querido leer en él una de las grandes metáforas de la provisionalidad de la vida, del carácter transitorio de los encuentros y desencuentros que nos brinda, de lo azaroso y fugaz de las relaciones humanas, invariablemente sujetas a circunstacias, lugares y tiempos, cuyo control se nos escapa sin remedio.

O casi. Porque cuando imagino y sufro con él la desesperación del ingeniero del Peugeot 404 al ver alejarse en la autopista el Dauphine de la muchacha, su angustia ante su ya inevitable desaparición en medio del apresurado avanzar de los coches, nunca puedo dejar de pensar que parte de ella debió traducirse, en ese mundo ficticio creado en nuestras cabezas por la narración capaz de sobrepasar las palabras de Cortázar, en un doloroso lamento por no haberle pedido sus señas en París, su número de teléfono.

Ingeniero, hay que estar más atento. Lo que se quiere no se puede dejar escapar tan fácilmente. Que no se te olvide la próxima vez. Si es que la hay.


viernes, 5 de octubre de 2007

Grietas


Día 1: Hoy, día de la mundanza, comienzo este diario. Algo nuevo empieza con un cambio de casa. Somos, a fin de cuentas, los espacios que habitamos. Ningún yo es lo que es al margen de las cosas que le rodean, de los lugares en que se mueve, de los metros cuadrados en los que busca cobijo. No creo en un yo sustancial. ¿Quién habré de ser yo en esta casa? (...)

Día 3: Poco a poco voy acostumbrándome a mi nuevo entorno. Más allá del cansancio que arrastro, del constante ejercicio físico y mental de estos días para reubicar de la manera más acertada mis muebles, mis libros, mis cacharros en la cocina, siento que éste será un buen lugar, un lugar en el que fijar un nuevo punto de partida. La casa me gusta. Es vieja, pero los antiguos dueños hicieron algunas reformas imprescindibles que la convierten en un espacio agradable. No es muy grande, pero suficiente para mí. Y tiene además mucha luz. Necesito la luz. Lo único que me inquieta es que he encontrado a lo largo del día un par de cucarachas. La primera ha salido corriendo por el pasillo y aunque me he lanzado en su persecución, debe de haberse colado por alguna rendija que no consigo localizar y la he perdido de vista. La segunda ha aparecido muerta en el suelo de la cocina. Que no se me olvide mañana comprar trampas para cucarachas (...)

Día 5: Pese a que he colocado todo un paquete de trampas en lugares estratégicos hoy he vuelto a ver un par de cucarachas. La primera debía de estar parada en el interior de la puerta de uno de los armarios de la cocina, porque cuando lo he abierto ha ido justamente a caer, qué asco, en la taza de café que acababa de preparar. La segunda se paseaba por el plato de la ducha y se ha colado por el sumidero en cuanto ha percibido que la estaba mirando. Estos bichos me repugnan. Sin embargo, son asustadizos. Cuando notan que me acerco salen huyendo. No por ello me resultan más simpáticos, obviamente. Tendré que comprar más trampas y algún tipo de artilugio que impida que salgan de las tuberías. La finca es vieja, claro, y el calor de este verano asfixiante. En el fondo no debería preocuparme (...)

Día 8: He colocado trampas por toda la casa y aún así no dejan de aparecer. Por las tuberías no pueden ya salir, porque los sumideros están perfectamente protegidos. Estos bichos parecen multiplicarse por momentos. Ya no sé cuántas llevo matadas a zapatillazos. Al oír el crujido del reventar de sus cuerpos queratinosos siento verdaderas náuseas. He comprado también un spray bastante efectivo. Un par de pulverizaciones y muertas. Pero me da asco que sigan apareciendo. Hoy abrí el cajón de los cubiertos y había una correteando por el fondo. He tenido que lavarlos todos a conciencia. He leído que pueden transmitir un montón de enfermedades. Lo que faltaba. Como si ellas, en sí mismas, no fueran ya lo suficientemente repugnantes (...)

Día 10: No lo entiendo. Sigo topándome con cucarachas a cada dos por tres. Sobre todo en el baño y en la cocina. Me he fijado en que hay algunas grietas entre las baldosas de uno y otro sitio. Los antiguos propietarios debieron reformar la casa hace ya tiempo. O no lo hicieron con excesivo cuidado. Tendré que comprar algún cemento apropiado para ello y dedicarme a cubrir las grietas que encuentre. Estoy segura de que salen por ellas. Por otra parte no puede ser. Me sentiría bien en esta casa si no fuera por esas malditas cucarachas... (...)

Día 14: Dediqué toda la mañana del domingo a buscar grietas entre los baldosines y a taparlas con cemento. Un trabajo fatigoso, pero espero que dé buenos resultados. Desde entonces no he vuelto a encontrar ninguna cucaracha. ¿Habrá tocado a su fin esta pesadilla? Crucemos los dedos (...)

Día 15: Esto es ya desesperante. Otra cucaracha en el cajón de los cubiertos. Y otra más desafiando las leyes de la gravedad por la pared del baño. Las trampas siguen puestas por toda la casa y he rociado con el spray repelente todos los lugares por los que suelen aparecer. Debe de haber todavía rendijas que no he localizado. Mañana mismo por la tarde, cuando vuelva del trabajo, me pongo a ello. Sigo pensando que son bichos asustadizos, pero cuando me sobreviene la imagen de uno de ellos acercándose a mi cama, o incluso paseándose por ella mientras duermo, casi me entran arcadas. ¿Me habré equivocado con la compra del piso? ¿Debería haber invertido en un piso nuevo? Es estúpido que me lo pregunte. El sueldo no me alcanza para tanto y éste es el mejor de todos los que vi. Salvo por la cucarachas, claro (...)

Día 19: Hoy me he dado cuenta de que lo más seguro es que haya rendijas que me son totalmente inalcanzables: detrás del mueble del baño, que está fijado a la pared; tras la armariada inferior de la cocina, que tampoco puedo desmontar sin desencajar el mármol de los bancos.... Todo apunta a que es de esos lugares de donde brotan. La única solución consistiría, tal vez, en una nueva reforma. Pero no me la puedo permitir ahora mismo. No tengo ni el tiempo ni el dinero (...)

Día 25: Reconozco que este tema me está obsesionando. Aún no he querido invitar a nadie a ver mi nueva casa. Me da pánico que alguna cucaracha se decida justo a salir cuando alguien esté aquí. Estos bichos siempre se interpretan como síntoma de suciedad. Lo he limpiado todo a fondo. Pero el que llegue no tiene por qué saberlo y su sensación de repugnacia será aún mayor que la que yo experimento cuando veo correr a estos pequeños bichos. No obstante, creo que lo que más me obsesionan son las grietas, las rendijas y hendiduras a las que no puedo acceder. Por la noche, ya acostada en la cama, no puedo dejar de imaginar esos pequeños abismos negros, insondables para nosotros, por los que las cucarachas deben de asomar sus antenas y deslizarse tranquilamente en busca de alimento. Incluso una noche llegué a soñar que me introducía por una de esas grietas y me encontraba de frente con una enorme cucaracha que, al verme, en lugar de atacarme, empezaba a retroceder asustada (...)

Día 30: Creo que todo esto me está afectado demasiado. Empiezo a tener miedo no sólo de que sigan apareciendo cucarachas, sino de las propias rendijas y de lo que pueda surgir a través de ellas. Releo el comienzo de este diario y me pregunto si no me estaré convirtiendo en algo que no deseo ser (...)

Día 35: Hoy he tenido que pasar todo el día en cama, aquejada de una fuerte gripe. He estado pensando, pensando mucho. Me pesaba la cabeza y no conseguía hacer nada, así que sólo me cabía pensar, aun cuando tampoco mis propios pensamientos fueran muy nítidos. He pensado en las grietas, en esos agujeritos apenas perceptibles entre las baldosas, al borde de los rodapies, distribuidas por todas partes. Como si fuéramos casas viejas, creo que también nosotros las albergamos desde que vinimos al mundo, cada vez más conforme los años pasan. Intentamos cubrirlas, remendarlas, como haríamos con el costurón de una camisa que aún no queremos desechar. Pero algunas de ellas, como las de esta casa, nos son igualmente inaccesibles. Sabemos que están ahí, aunque desconocemos exactamente dónde. También por ellas emergen bichos inquietantes, bichos que pueden llegar a repelernos. Tal vez revelen facetas de nosotros mismos que desearíamos aniquilar de una vez por todas, fragmentos que no encajan, reacciones o pensamientos incontrolables, extraños de puro incomprensibles, quién sabe si incluso perversos. Sí. Es como si en la oscuridad de esas hendiduras se condensaran parcelas de nuestro ser envueltas por un profundo misterio, y de ellas brotaran a veces siniestros animalitos en los que rechazamos reconocernos. Empiezo a sospechar que quizá esas grietas nunca puedan suturarse. Tendremos entonces que acostumbrarnos a su presencia, y aprender a soportar el pequeño abismo que suponen en la imagen ideal de un yo falsamente proyectado como una superficie lisa y perfecta. Tendremos que habituarnos a lo que a través de ellas pueda brotar, sea lo que sea. Y a la posibilidad de que el transcurrir del tiempo siga abriendo en nosotros más y más hendiduras. Tendremos que aprender a convivir con ellas. Y a intentar librarnos de las cucarachas según vayan apareciendo. No creo que se pueda hacer otra cosa (...)

lunes, 1 de octubre de 2007

Sueño


De las profundidades de un no-lugar emerge, como resucitado de la ausencia por el súbito golpear de las voces metálicas de la radio. Maquinalmente el dedo en el interruptor, la luz de la bombilla que duele en los ojos. Levantarse de un salto, como un títere alzado por los imperativos que anoche anudaron sus miembros y ahora actúan, hilos invisibles, guiándole en el sopor de la semiconsciencia. Los pies desnudos ya sobre la alfombra. Cuando da el primer paso cae sobre cada uno de sus huesos el peso de la hora tempranísima, de la noche aún cerrada, del boceto emborronado en su cabeza -tan amenazador, tan invivible en medio de tanta bruma- de la jornada que ahora empieza. Un peso que le aplasta y hace rezumar por cada articulación el deseo primitivo, elemental, incuestionable, sentido desde el interior de cada arteria y vertido de repente sobre la naciente conciencia con un poder animal, de desmadejarse de nuevo sobre la cama y sumirse en el vacío inerte del sueño. Comienza la batalla, el desdoblamiento confuso, entremezclado con el parloteo aún indiscernible de la radio. Ser a un tiempo, además, el vínculo que entrelaza al corredor de fondo exhausto con los gritos animosos de su público.

Poco a poco. Piensa sólo en el siguiente paso. Café. Amargo, dulce, caliente. El sopor cederá. Vamos. Siéntate. No es tan terrible. En unas horas estás de vuelta. Sábanas blancas. Ante sus ojos nublados el número marcado por el reloj al cerrarlos. Lógico. Te lo dije. El líquido humeante se desliza por su garganta. Nada es tan terrible. Pero algo en todo su cuerpo sigue quejándose, doliendo. Las imágenes probables de las horas venideras se funden con el malestar y erigen un muro infranqueable entre el animal somnoliento que sostiene la taza y su próximo cumplimiento. Las bloquea. Excesivo es ya el bordillo a salvar por su cabeza entre cada segundo y el siguiente. No pienses. Piensa sólo en el siguiente paso. Prepárate simplemente para el siguiente movimiento. Sólo el siguiente. Tres escalones de piedra en diez segundos. Uno. Dos. Tres. Camina hacia el baño. Duda de sus fuerzas. Esto es ridículo. Bajo el agua le asaltan nuevamente las imágenes, con mayor nitidez y precisión, ordenadas según la cronología esperada. Trata de dominar la perspectiva de lo insuperable. De convencerse de que una vez más, un día más, lo irrebasable se irá desmintiendo conforme corran los minutos. El día de ayer, tantos otros días, lo demuestran. Es la distancia la que distorsiona. La perspectiva aturdida del sueño. Te acercarás y lo imposible se hará real. Así de fácil. No hay aquí magia alguna. Sólo la voluntad de dar un paso hacia adelante.

Frente al espejo un rostro apagado. Hay un punto en que el cansancio degenera en tristeza. En que la contravención de las leyes físicas cubre el ánimo de pesadumbre. Ahí está él. Pero obligado a recorrer la dirección inversa. La gravedad antes sentida en la piel se ha trasladado a su coronilla. Se impone mientras se arregla los consabidos pensamientos-refugio: muchos atraviesan a esta misma hora esta misma bruma; otros la han atravesado ya, así lo confirma el despertar de un motor rompiendo suavemente el silencio; hay los que se enfrentan a una jornada aún más larga y tediosa. Pero el columpio se balancea bajo su cráneo y ahora la indiferencia maldice a esos cuyo cansancio y sopor no le pertenecen, a aquellos cuyo tiempo no es el suyo. Una amargura vieja se recrea en el engaño del despertar alegre del trapecista de circo, del actor de teatro, del novelista o el rentista. La realidad envidiada pero esencialmente desconocida de aquellos a quienes su fisiología o biografía -poco importa- regala un despertar jalonado de canturreos se desliza fría por sus piernas con los camales del pantalón y comprime aún más el arco de sus cejas.

El despuntar de las primeras luces se adivina dentro del coche. Ya está rodando. Los faros se multiplican. Ahí van los muchos. Los iguales. Los que siguen la misma ruta. En media hora empezará todo. Lentamente, la música y el movimiento de los pedales comienzan a rasgar las sombras. Cuando a mitad camino, ante un horizonte despejado, le sorprende el amanecer temprano, la claridad azul de una mañana que se anuncia soleada, su frente se relaja y algo parecido a una sonrisa asoma en su boca. Y por primera vez en el presente continuo de este hoy, irrepetible pero repetido hasta la saciedad, piensa que cada sonrisa arrancada al día de trabajo será un instante ganado a la muerte.


miércoles, 26 de septiembre de 2007

La temperatura a la que arden los libros


Debía de ser muy pequeña cuando vi la película. Ni tan siquiera entera, tan sólo un fragmento, la parte final. Fue un sábado por la mañana, cuando la programación matinal aún incluía películas dignas de ver. En mi cabeza apenas se conservaban unas escenas desvaídas. Pero debieron impresionarme de tal modo que su recuerdo, así como el de su sentido, nunca llegó a borrarse del todo: Montag ha encontrado el campamento donde se ocultan los hombres-libro, disidentes que han memorizado libros enteros para salvarlos del olvido de una sociedad empeñada en aniquilarlos a golpe de lanzallamas. Los hombres-libro pasean tranquilamente y recitan palabras ajenas, aquellas de las que se han convertido en salvaguarda. Cada uno de ellos es la encarnación de un libro que le da su nombre y cuya memoria guardará el tiempo que dure su propia vida. Antes de morir, otro lo habrá aprendido de su boca para que el tesoro que llevan consigo no se pierda nunca y algún día pueda volver al papel impreso.



Muchos años después supe que el director de esa película era el genial Truffaut, volví a verla y acabé comprando el libro, escrito por Ray Bradbury en 1953, en el que el director francés se inspiró. Supongo que todos sabéis a qué libro y a qué película me refiero: Fahrenheit 451. El título alude a la temperatura a la que el papel de los libros se enciende y arde. Esta mañana, a horas verdaderamente intempestivas, he oído aún medio somnolienta una cuña publicitaria y me ha venido a la cabeza una escena de la película de Truffaut que siempre me llamó la atención.

Si recordáis, la historia se desarrolla en lo que, según sugiere la novela, podría ser un futuro no muy lejano a nuestro propio tiempo. Montag es un bombero cuya profesión se ha transformado radicalmente desde que las nuevas tecnologías han logrado erradicar todo tipo de material inflamable: la misión de los bomberos, que ya no pueden dedicarse a apagar incendios, ahora imposibles, consiste en quemar libros. La voluntad de hacer desaparecer todo texto escrito proviene de la idea de que los libros generan infelicidad. Y si el estado debe velar por la felicidad de sus ciudadanos, todo libro, en tanto fuente de malestar y sufrimiento, habrá de ser eliminado. Por ello la posesión de libros se ha convertido en delito y los bomberos reciben un entrenamiento especial para dar con ellos en los más estrambóticos escondites ideados por sus celosos y rebeldes propietarios y destruirlos.



Si los libros provocan infelicidad es porque incitan al pensamiento. Y pensar, además de condenar a quienes piensan a la minoría e impedir que todos los hombres se formen como iguales, hace sufrir. Quien se plantea el porqué de las cosas, dirá Beatty, capitán de los bomberos, acaba siendo un desgraciado. La simplicidad, la falta de percepción de que la realidad presenta múltiples y variados aspectos, librará a los hombres de preocupaciones innecesarias y de la melancolía a la que suele dar lugar el exceso de reflexión. Por eso son necesarios los bomberos, "custodios de la paz de nuestras mentes", "dique contra esa pequeña marea que quiere entristecer el mundo con un conflicto de pensamientos e ideas".



Sin embargo, dudas apenas intuidas comienzan a hacerse fuertes en Montag cuando confluyen en torno a él una serie de acontecimientos: la aparición de Clarisse, la muchacha que le habla de un tiempo en que los automóviles todavía iban a una velocidad -ahora prohibida- que permitía contemplar la hierba y las flores en torno a las casas; la inmolación voluntaria de una mujer que prefiere arder con sus libros a vivir sin ellos; el descubrimiento de que su mujer, constantemente entretenida interactuando con los personajes televisivos de las enormes pantallas que cubren las paredes de su salón, no recuerda su primer encuentro con él y ha estado a punto de morir tras consumir demasiadas pastillas para conciliar el sueño sin tan siquiera percatarse del peligro que su vida ha corrido. Poco a poco la idea de que vive en un mundo donde, en aras de la felicidad, todo sentimiento ha sido anestesiado y sus habitantes sólo se nutren del vacío de lo inmediato, un mundo cuyos individuos, adormecidos por la aceleración y los constantes estímulos visuales, carecen de toda profundidad, se abre paso en la conciencia de Montag. Y en ese momento se le impondrá la sospecha de que los libros aniquilados día tras día bajo su lanzallamas esconden un valioso legado cuya privación los está conduciendo al abismo. Su vida tendrá entonces que dar un giro decisivo.



Uno de los puntos más brillantes de la novela de Bradbury es, a mi juicio, la explicación que el capitán Beatty ofrece a Montag acerca del origen del actual estado de su sociedad: la prohibición y quema de los libros sólo ha sido el golpe de gracia estatal a un proceso de estupidización generalizado iniciado y desarrollado espontáneamente por el mundo civil. La descripción de este proceso, leída más de cincuenta años después de su publicación, no deja de resultar en extremo inquietante. Pues con ella Bradbury parecería estar radiografiando algunos de los elementos fundamentales del mundo de hoy:

"En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros, descendieron hasta convertirse en una pasta de budín... El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Libros digestivos. Formato chico. La mordaza, la instantánea... Cámara rápida, Montag. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno, aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!

La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?... La cremallera reemplazó al botón, y el hombre no tiene tiempo para pensar mientras se viste a la hora del alba, una hora filosófica, y por lo tanto, una hora melancólica... La vida se redujo a ruidos e interjecciones, Montag. ¡Sólo bum, pam y uf!

Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte. El refugio de la gasolina. Las ciudades se transforman en campamentos, la gente en hordas nómadas...

Quiero ser feliz, dicen todos. Bueno, ¿no lo son? ¿No los entretenemos, no les proporcionamos diversiones? Para eso vivimos, ¿no es así?, para el placer, para la excitación. Y debes admitir que nuestra cultura ofrece ambas cosas, y en abundancia."

Demasiadas son las frases, las conversaciones, las percepciones de este libro que merecerían reseñarse y no quiero agotar vuestra paciencia. Además de que la escena que esta mañana me ha venido a la cabeza al oír la cuña publicitaria no se halla en el libro de Bradbury sino que se trata de una aportación de Truffaut a su plasmación cinematográfica de esta historia futurista. En dos ocasiones en que Montag viaja en un moderno tranvía elevado del suelo, la cámara se detiene en diferentes personas de ojos ausentes y apagados, que miran al frente sin ver y semejan perdidos, atrapados en su propio vacío anterior. Todas ellas acarician constantemente, con auténtico deleite, los tejidos que enfundan sus cuerpos, como si sólo ese placer simple del tacto, de lo primitivamente sensual, lograra captar su atención y aliviar ese vacío. Como si sus raquíticas mentes sólo pudieran distraerse con sensaciones fáciles e inmediatas.

Esta mañana la cuña publicitaria clamaba en la radio: "Si tu vida sexual va bien, todo lo demás no importa". Tracen ustedes las conexiones que les parezcan oportunas.