lunes, 29 de septiembre de 2008

Cuerpo y alma


En este reino de las escisiones que es Occidente, nacemos a la conciencia ya desgarrados por una escisión primaria y elemental que nos convierte, sin intervención de más espada que el filo cortante del propio lenguaje, en eternos y singulares vizcondes demediados. Nuestro ser es uno y doble: somos cuerpo y somos alma, carne y también espíritu, materia física tanto como soplo anímico. No sucedía así para los antiguos griegos, capaces de aludir al aliento aéreo de nuestros pulmones con la misma palabra que nombraba el impulso y el deseo; al corazón palpitante en el pecho con idéntico término con que designaban el temple de ánimo; a las entrañas y la cavidad torácica con el sonido que igualmente apelaba al estar en sí y la cordura. Pero nosotros, sus herederos, debemos enfrentarnos a la contradicción de sabernos conjunción extravagante de dos elementos dispares cuya unidad sólo cabe afirmar desde su previa separación. Una contradicción especialmente sufrida en el terreno del amor, allí donde la necesaria participación del cuerpo y sus encantos tiende a entrar en competencia con la sustancia espiritual supuestamente albergada por él.

Sobre este tema de la dualidad de cuerpo y alma que dividiéndonos nos une y fundiéndonos nos separa, sentida con dolorosa intensidad en la pasión amorosa, escribió Thomas Mann un iluminador relato, "Las cabezas trocadas", que fingía estar basado en una antigua leyenda hindú.

Chridaman y Nanda son dos jóvenes de carácter y apariencias dispares que, sin embargo, mantienen desde niños una profunda y sincera amistad. Chridaman desciende de una estirpe de brahmanes versados en los Vedas, y aunque su oficio es el de comerciante, es un hombre de sólida formación espiritual, hábil para las bellas y razonadas palabras, de cabeza noble y sabia y miembros finos y delicados. Nanda, por el contrario, es un hijo del pueblo, sencillo y alegre, torpe con el lenguaje, cuya dedicación a la herrería y al pastoreo le ha dotado de unos fuertes brazos y un hermoso cuerpo robusto y bien torneado.

De viaje por el país, una tarde en que descansan y conversan bajo los árboles, los dos amigos descubren a una linda muchacha bañándose desnuda en el río. Nanda la reconoce: es Sita, habitante de una aldea vecina, a quien él meciera al sol tiempo atrás en un ritual festivo. Ya de regreso, Chridaman confiesa a su amigo que la bella imagen de Sita le consume de amor hasta la tortura. Nanda, generoso y contento por la pasión de Chridaman, se ofrece a mediar por él ante la familia de la muchacha. Al poco tiene lugar el casamiento entre Sita y Chridaman.

Seis meses más tarde los tres emprenden juntos un nuevo viaje. Chridaman se muestra taciturno y esquivo. Cuando casualmente llegan a un templo tallado en las rocas, santuario de la diosa Kali, la madre oscura, Chridaman expresa su deseo de acercarse a venerarla. Ya dentro de la cueva, rodeado de restos sangrientos de animales, se ofrenda amargamente en sacrificio a la diosa y con la espada del templo se separa a sí mismo la cabeza del tronco. Ante su tardanza, Nanda se dirige a la cueva. Al contemplar el cuerpo decapitado de su amigo, y sospechando que se ha quitado la vida por su causa, toma la misma espada y su cabeza rueda junto a la de Chridaman. Impaciente en su soledad, Sita se aventura en busca de los dos amigos. Al pie de sus cadáveres, en la creencia de que ambos se han asesinado mutuamente, se siente también impulsada a acabar con su vida.

La milagrosa aparición de la diosa Kali la detiene. Entre lamentos Sita se proclama culpable de la tragedia. Pese a amar a su esposo Chridaman, sus bellas palabras, sus sabios razonamientos, su delicada espiritualidad, la unión amorosa entre ambos no ha satisfecho su recién descubierto placer de esposa y ha provocado el surgimiento de un intenso deseo por averiguar cómo Nanda, el del hermoso y robusto cuerpo, el que una vez la meciara al sol entre sus brazos, habría configurado la divina unión amorosa entre ellos. Un deseo que no ha sabido ocultar ante su marido y que, según piensa, ha abocado al enfrentamiento entre los amigos. La diosa Kali la saca de su error. Es cierto que ambos han muerto por su culpa, pero su estrecha amistad jamás hubiera consentido el asesinato. Apiadada de su desgracia, le revela la manera de volver a unir sus respectivas cabezas a sus troncos. Sita se apresura a llevar a cabo el ritual sagrado para su resurrección.

Cuando los amigos se ponen en pie, Sita grita sorprendida y horrorizada. La fina cabeza de Chridaman descansa sobre el poderoso cuerpo de Nanda. La más basta de éste, sobre los miembros delgados de aquél. Sita no ha actuado de mala fe, pero en ella se ha impuesto el deseo inconsciente de poseer en un solo hombre lo que la atraía de cada uno de ellos. Los jóvenes de cabezas trocadas discuten ahora por el maridaje de Sita. ¿A quién debe ella pertenecer, a la cabeza o al cuerpo del marido, accidentalmente divididos? Incapaces de resolver el problema, acuden a un santo solicitando consejo, quien dictamina que Sita debe ser esposa de quien lleva la cabeza del marido, dado que éste es el más alto de todos los miembros. Sita marcha regocijada con el Chridaman de cuerpo vigoroso.

Pero la felicidad completa de Sita, casada ahora con un hombre sabio y de bello cuerpo, se demostrará condenada a ser breve. Dedicado de nuevo a sus tareas de comerciante y regido por sus antiguas costumbres, el nuevo y hermoso cuerpo de Chridaman comienza a recobrar poco a poco la finura y delgadez de antaño. Bajo el gobierno de su cabeza y sus pensamientos, el que fuera el cuerpo de Nanda no puede mantener su natural alegría y vigor, al tiempo que, por su influencia, las facciones delicadas del rostro de Chridaman comienzan a adquirir rasgos más groseros. El placer conyugal se resiente a los ojos de Sita con la transformación, y en ella emerge de nuevo la insatisfacción. El recuerdo de Nanda, en quien supone una transformación paralela a la de su marido pero de sentido inverso, se apodera de ella. Aprovechando un viaje de Chridaman, decide buscarlo en las montañas a las que se retirara. Nanda, otra vez poseedor de un cuerpo fuerte y hermoso gracias a su vida agreste y sencilla, la recibe entusiasmado y ambos se entregan a la pasión amorosa.

Al día siguiente Chridaman los encuentra y es bienvenido por Nanda y Sita. Los dos amigos de cabezas trocadas y la mujer conversan apaciblemente sobre su destino. Los tres son plenamente conscientes de que en ausencia de su triple unión sólo les aguardan la miseria y la infelicidad. Pero puesto que el honor les impide la poliandria, su única fusión legítima debe venir de la mano de la muerte. Chridaman y Nanda atraviesan simultáneamente con sus espadas el corazón del otro y Sita arde en la pira funeraria junto a los cadáveres de sus dos esposos.

Con esta presunta leyenda hindú, Thomas Mann viene a incidir sobre una idea tan lúcida como desveladora en lo relativo a la dualidad entre el alma y el cuerpo, entre lo mental y lo físico: no sólo los ojos son el reflejo del alma, sino nuestro cuerpo todo, retrato histórico en sus formas y pliegues de los acontecimientos y decisiones que jalonan el curso de nuestra existencia, testigo y huella visible en su madurar del modo de vida padecido o elegido. Cabeza y miembros, espíritu y carne, se sostienen y espejean mutuamente en una unidad originaria. Su escisión tan sólo es el fruto de un largo engaño.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Sobre la tierra


Debe suceder de improviso para que su acometida resulte más vívida, si vívido puede propiamente llamarse a lo que trae consigo un cierto hálito de muerte. Pero lo inesperado de su llegada no impide el reconocimiento. La sensación es ya antigua, familiar en la inquietud que suscita. Sólo reposaba hundida en el fondo más oscuro de esa memoria que recoge y sepulta lo que, por ley de vida, por ley del juicio en pugna contra la locura, debe carecer de lugar estable en la superficie y siempre emerger fugazmente para volver a ocultarse.

Quizás sean el estado semihipnótico del agotamiento profundo, el descanso sobre un momento de suspensión de la ansiedad sostenida en el tiempo, o quién sabe si el pánico encubierto ante circunstancias punzantes como clavos, los que poco a poco vayan forjando el anzuelo para esa emergencia brusca y efímera. Por fortuna, destinada las más de las veces a evaporarse en apenas unos minutos. A ser tragada por las fauces del olvido. Con tal avidez, que tras su desaparición nunca resultará fácil evocarla. Menos aún traducir en palabras, para otros, para ti mismo, qué ha ocurrido realmente en su presencia. O, más bien, qué no ha ocurrido mientras dura.

El marco es en esta ocasión la acción maquinal, el ensamblaje perfecto de movimientos pautados por la costumbre que no precisa de la conciencia guía, vertida entonces sobre los horizontes próximos de sus desvelos. Por entre las imágenes que ciegan los ojos ausentes, el alzarse ante ellos, por fuerza trivial, de una mano en su curso automático hacia el destino aprendido. El íntimo bullicio se interrumpe. Como hechizados por un péndulo, los ojos se ven forzados al retorno. Con él, al estupor que aflora al final del trayecto: la mano, el miembro cuyos contornos, color y textura crees poder dibujar al milímetro en tu cabeza, ha dejado de ser la tuya. Por un instante vacila el gesto iniciado y al pronto el hábito se impone propiciando la continuidad. Mientras tus nervios sienten su actividad, desvías la mirada de esa mano, tratando de recobrar el hilo quebrado. Pero el cabo suelto se ha esfumado entre las formas del escenario que ahora reclama impertinente tu atención.

Entre la interioridad sin nombre ni sustancia que es el haz de luz surgiendo de tus pupilas, y todo aquello que desfila ante ellas, se ha abierto un espacio vacío, un mar de nada, paradójicamente dotado de la consistencia vítrea de un muro de cristal. Tras él, exhibiendo con ostentación y nitidez su repentina lejanía, los objetos que te rodean. También tu mano, el resto de tu cuerpo. De este lado del muro, el centro descentrado e ilocalizable que eres tú mismo, situado sobre un aquí sin extensión que no logra hacer pie sobre suelo alguno. Te detienes y observas. Impalpable, el vacío acristalado que te separa del mundo se hace cada vez más patente. Por experiencia sabes de la inutilidad de dar un paso al frente: las cosas retrocederán ante tu avance en la medida exacta de la distancia que recorras. Permaneces en silencio. No hay llamada capaz de acercarlas. Y al brotar de tu garganta, tu voz se limitaría a saltar dolorosamente fuera de ti para acomodarse burlona entre ellas. Encerrado en el estrecho reducto de la abertura de tus párpados, sólo te cabe esperar a que el mundo se decida a regresar por sí mismo.

Por fin regresa. Pese a su intensidad, la sensación ha cedido hoy de un plumazo sin ruido de vidrios pulverizados. La misma que, con mayor timidez, resuena suavemente como un bajo continuo en las largas tardes de tedio. La que durante horas gigantes, incluso días, puede llegar a instalarse bruta sobre tus huesos tomados por la angustia. De vuelta en medio del mundo, restaurada la acostumbrada proximidad de las cosas, tu cabeza aliviada escarba en los cajones del lenguaje a la caza de una etiqueta que la identifique. Junto al término extrañeza, de otro fondo olvidado de la memoria rebrotan las palabras del poeta: "Es ist die Seele ein Fremdes auf Erden". Es el alma un ser extraño sobre la tierra. Un raro elemento entre sus objetos, prendado de la ilusión falaz de pertenecer a ella. Un extranjero, un eterno huésped provisorio, condenado a vagar en busca de un hogar imposible entre sus fronteras. Las de un lugar esencialmente inhóspito revestido por la máscara tranquilizadora de la hospitalidad.

De asistir la razón al poeta, la verdad habitaría en la sensación de extrañeza. En el sentimiento de estar en el mundo como en casa, tan sólo el amable espejismo que cotidianamente nos mece.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Violencia II: Individuo y Estado


El doctor Lagarto me retó hace unos días en su blog a escribir un post sobre "La naranja mecánica". Pues bien, acepté el reto y éste es el resultado. Aunque me temo que esta vez he batido todos mis records en abusar de vuestra paciencia, espero que lo disfrutéis.


Quizá cabría afirmar que la lucidez a la hora de afrontar cualquier problema de cierto calado no sólo consiste en ser capaz de analizar y reconocer la complejidad que le es inherente. También estriba en permanecer fiel a dicha complejidad rehuyendo la tentación de aventurar soluciones tranquilizadoras que, lejos de hacerle justicia, únicamente contribuirían a traicionarla.

Tal es, a mi juicio, la lucidez de la que el genial Stanley Kubrick hace gala en "La naranja mecánica" al abordar una cuestión tan inquietante cómo difícil de resolver: la de la violencia institucional frente a la violencia individual. O, para plantearlo más concretamente, la de cómo protegernos frente a individuos violentos sin que los mecanismos institucionales de violencia represora, adoptados por el bien de la seguridad general, constituyan una amenaza para la esfera sagrada de las libertades individuales que igualmente deseamos ver protegida.


El protagonista de la película, Alex (Malcolm McDowell), es un joven inteligente y fanático admirador de la música de Beethoven cuya mayor diversión consiste en entregarse cada noche a lo que él y los miembros de su banda llaman sesiones de "ultraviolencia": peleas con otras bandas, apaleamientos de vagabundos, asaltos a domicilios para violar y torturar a sus habitantes... La violencia no es para Alex el medio utilizado para alcanzar cualquier otro objetivo. Es un fin en sí mismo del que disfruta sin culpa ni remordimiento. De ahí que el primer conflicto con los miembros de su banda surja cuando éstos, deseosos de obtener una rentabilidad económica de los crímenes que perpetran en sus salidas nocturnas, ponen en cuestión su liderazgo. La humillación, igualmente violenta, que Alex inflige a sus "drugos" para reafirmarse en su liderazgo le valdrá su consiguiente traición y su ingreso en prisión tras el asesinato de una mujer.


Con el fin de protegerse del degradado ambiente carcelario, Alex busca la cercanía del sacerdote de la prisión, aun cuando su presunta devoción religiosa no es más que una farsa al servicio de su mente perversa. Así lo muestran las satíricas escenas en las que le vemos entrar en un éxtasis casi místico al imaginarse protagonista de los episodios más violentos de la Biblia. Pero Alex no tardará en oír de la existencia de un nuevo tratamiento médico promovido por el gobierno, el tratamiento "Ludovico", que podría sacarlo de la cárcel. Según defiende su primer Ministro, este tratamiento dará por fin una solución definitiva al problema de la violencia y ahorrará a los ciudadanos los elevados costes de mantenimiento de las cárceles. Ávido por recuperar su libertad, Alex no vacilará en ingeniárselas para convertirse en el primer cobaya humano de este tratamiento experimental.

Durante dos semanas, vestido con una camisa de fuerza y con unos siniestros dispositivos aplicados sobre sus párpados que le impiden cerrar los ojos, Alex es obligado a contemplar hora tras hora escenas de violencia bajo los efectos de una droga que le produce una suerte de parálisis ligada a una potentísima sensación de angustia, descrita por los médicos como semejante a la que sentiría un moribundo. Siguiendo los principios del condicionamiento clásico utilizados por el conductismo, el tratamiento persigue imprimir en Alex una reacción de rechazo refleja, es decir, totalmente involuntaria e incontrolable, ante cualquier impulso violento que le acometa. Alex soporta dócilmente la tortura científica hasta que descubre que la banda sonora de una de esas películas violentas es la Novena Sinfonía del "divino divino Ludwig van" y protesta airado. Pero los médicos no se pliegan a sus gritos y súplicas. El "efecto secundario" indeseable del tratamiento, no poder volver a escuchar a Beethoven sin sentirse morir, será el precio que habrá de pagar por la curación de su inclinación hacia la violencia.


El éxito del tratamiento Ludovico es exhibido con ostentosa satisfacción por el primer Ministro ante las altas autoridades y la prensa. Sobre un escenario y al ritmo de una tonadilla juglaresca, Alex es humillado y golpeado por un individuo, que le fuerza finalmente a lamer la suela de su zapato. Los intentos de Alex por atacarlo son frenados por la inesperada sobrevenida de una intensa sensación de angustia. Cuando la posterior aparición de una mujer desnuda suscita en Alex el deseo de violarla salvajemente, la angustia lo inmoviliza de nuevo. El primer Ministro proclama con una enorme y propagandística sonrisa que el tratamiento Ludovico ha logrado matar en Alex el "reflejo" criminal. El público aplaude entusiasmado. Sólo el sacerdote de la cárcel protesta airadamente apelando al libre albedrío de Alex: lo que el tratamiento ha anulado es la capacidad de Alex para actuar en función de su libre voluntad de elegir entre el bien y el mal. Aunque Alex desee hacer el mal, ha sido condicionado para no poder llevarlo a cabo. El bien se le ha impuesto. Alex ha dejado de ser un criminal porque, sencillamente, ha dejado de ser un hombre libre. "Eso son sutilezas, los motivos éticos no nos atañen", replica el primer Ministro, nuevamente vitoreado por el público.

Esta brillante escena representará el punto inicial de un proceso por el cual la percepción que Kubrick ha ido forjando en el espectador en torno al personaje de Alex sufrirá un giro de 180 grados: el joven soberbio y moralmente repugnante acabará despertando nuestra compasión. Desterrado del hogar familiar por un inquilino que ha ocupado su lugar, Alex vaga por las calles abandonado a su suerte, donde un grupo de indigentes le propina una paliza sin que él, presa de la angustia, pueda defenderse. La llegada en principio salvadora de la policía esconde una desagradable sorpresa: los agentes son los miembros de su antigua banda, reinsertados en el sistema como componentes del aparato legítimo de la violencia institucionalizada. Sabedores de su desvalimiento, se resarcen de su pasada tiranía agrediéndolo brutalmente. Apenas consciente, Alex pide auxilio en una casa cercana que resulta ser la de una de sus víctimas, paralítico como consecuencia de la agresión padecida. La víctima, sin embargo, no sólo no lo reconoce, sino que forma parte de un movimiento de oposición al gobierno que, ante su llegada, planea utilizarlo para sus propios objetivos: convertido en una criatura indefensa, Alex servirá como ejemplo de la amenaza de totalitarismo que anida en la adopción de medidas represivas que atentan gravemente contra la integridad y la libertad de los individuos. Pero el reconocimiento por parte de la víctima no tarda en llegar y, alentado por su sed de venganza, el plan de actuación se extrema: inducir a Alex al suicidio aprovechándose de su condicionamiento accidental a la música de Beethoven, y elevarlo de paso a la condición de mártir involuntario de la causa liberal del movimiento opositor. Encerrado en una habitación, Alex se siente morir bajo el sonar atronador de la Novena Sinfonía y salta por la ventana con el propósito de poner fin a su vida.

La última secuencia de la película muestra a Alex recuperándose de sus aparatosas lesiones en un hospital. El test al que le somete una enfermera nos lleva a sospechar que, durante su estado de inconsciencia, ha sido sometido a un nuevo tratamiento destinado a revertir los efectos del tratamiento Ludovico. La sospecha se verá confirmada por la visita del primer Ministro, quien le informa del internamiento forzoso en un psiquiátrico de su antigua víctima -la que ha incitado su fallido suicidio-, le ofrece toda suerte de prebendas para que testimonie en favor del gobierno y le regala un gigantesco equipo de música en el que atronan los coros del último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Alex ha pasado a ser un aliado del poder y es consciente de ello. Una sonrisa obscena se dibuja en su rostro mientras se imagina violando a una mujer sobre un paisaje nevado. Todo está en su sitio. Ha vuelto a ser el que era.


El final de la "Naranja Mecánica", no exento de ironía, no puede ser más descorazonador. Kubrick no ha ofrecido ninguna respuesta acerca de qué cabe hacer para protegerse de individuos violentos como Alex. Pero sí ha puesto abiertamente sobre la mesa los peligros inherentes a un poder político que, al aplicar la violencia institucional que le es concedida con el fin de combatirlos, se cree legitimada a prescindir del supuesto ético de la libertad individual.

Tal vez la conclusión que podría extraerse de todo ello es que gozar de nuestra libertad implica riesgos. Riesgos serios. Porque individuos como Alex siguen vagando por las calles y amenazando nuestra seguridad. Pero riesgos que hay que asumir si se considera que una vida tranquila y segura no vale el precio que costaría ver en peligro el derecho irrenunciable de hacer uso de nuestra propia libertad individual.


jueves, 4 de septiembre de 2008

Robo II: Tragar


...Mire, Señor Comisario, lo cierto es que no sé muy bien por dónde empezar... Quiero decir, que ya sé que lo que usted me pregunta podría tener, así a primera vista, una respuesta fácil, usted me pregunta, ¿por qué lo hizo? y yo le respondo, pues lo hice porque tal y tal cosa, y el asunto quedaría zanjado con una simple frase y usted podría irse a su casa tan satisfecho y yo al calabozo a seguir rumiando mis pensamientos. Pero es que hay cosas que no tienen una respuesta tan sencilla, ¿no cree?, ya me gustaría a mí que la tuvieran, a veces parece que sí podrían tenerla, pero sólo lo parece, y entonces, si sólo lo parece, es porque realmente no es así, digo yo que es de cajón, ¿no? No sé, Señor Comisario,... ¿ha leído usted "El extranjero"? Sí, hombre, de un tal Camus... Vaya, perdone, no, no es que pretenda irme por las ramas ni mucho menos malgastar su tiempo, Señor Comisario, que yo con el tiempo ajeno soy muy respetuoso, pero es que por un momento he pensado que si lo hubiera usted leído tal vez podría entenderme un poco mejor. Pero no importa, no importa... mire, Señor Comisario, yo creo que lo que me pasa es que algo en mí no funciona bien, por decirlo de algún modo, sí, no funciona bien, porque yo veo que la mayoría de la gente se levanta por las mañanas, soporta el dichoso atasco, se tira horas y horas trabajando y aguantando a sus jefes, recibiendo órdenes, dedicando su tiempo a algo que no les apetece hacer, y luego vuelta al atasco, llegar a casa más muerto que vivo, ya sin ganas ni fuerzas más que para estupidizarse un rato con la tele y ¡hala!, al catre y vuelta a empezar y así día tras día. Y esa gente, ¿sabe?, parece que se adapta, que se resigna, que se conforma, que acaba por no quejarse, incluso están contentos, mire bien lo que le digo, ¡contentos! Pero yo no puedo, ¿sabe?, algo en mí no funciona bien porque yo no puedo. Y mire que lo he intentado, que me lo he propuesto, no una, sino mil veces, pero es que no me sale, no hay manera, me lo pregunto todos los días, ¿por qué yo no puedo?, ¿por qué yo no? Pues sigo sin saberlo, no lo sé, pero el caso es que yo no me acostumbro a tragar, ¿sabe?, a tragar. Porque de eso, de eso, es de lo que va este juego: de tragar, de ingerir, de deglutir, usted lo sabe tan bien como yo, no me diga usted que no, y seguro que lo ha sentido alguna vez, aunque a lo mejor ya no se acuerda, a lo mejor usted también se ha conformado, se ha resignado, como la mayoría de la gente, y ya no se da cuenta y por eso igual hasta se levanta contento y todo. Pero si rasca un poco, Señor Comisario, si se para un poco a pensar, seguro que me comprende... O a lo mejor no, Señor Comisario, y no le culpo por ello, porque estas cosas no tienen por qué comprenderse, se sienten con las tripas, que son las que tragan, con las tripas, ahí es donde yo las siento, y a lo mejor a usted las tripas le funcionan perfectamente y ya no le duelen ni se quejan, mientras que a mí me están todo el día incordiando, y llenándome de bilis, porque no quieren tragar, no quieren, las muy jodidas... No quieren tragar con las horas de oficina, con las órdenes de mi jefe, con los informes, con los madrugones, con el puto atasco, y sobre todo, ¿sabe?, no quieren tragar con que me quiten mi tiempo, con que me lo roben, ni quieren tragarse y matar ya de una vez las ganas que siempre he tenido y sigo teniendo de hacer otras cosas que no sea levantarme por las mañanas, meterme en el puto atasco, pasarme horas y horas en la oficina escribiendo estúpidos informes, y volver a meterme en el puto atasco para llegar a casa derrotado y sin ánimos para nada. Otras cosas, ¡vaya si hay cosas que hacer!, para las que nunca tengo tiempo porque me lo están quitando día a día, porque me lo están robando, ¡robando!, y mis tripas no sólo tienen que tragarse todas esas ganas de hacer otras cosas sino también la rabia, la impotencia, la frustración que rezuma de ese no tener tiempo para ellas, para todo aquello que realmente me gustaría hacer, un tiempo que no tengo porque, como ya le he dicho, siento que cada día me lo quitan... Sí, a cambio de dinero, ya ve, mierda de dinero, que sí, que lo necesito, como todo dios, claro que lo necesito, pero, ¿a cambio de qué lo consigo? Pues de eso, de que me quiten mi tiempo, lo único que es verdaderamente mío... Porque hay cosas que para poder hacerse y, sobre todo, para poder disfrutarse, exigen que uno tenga tiempo de verdad, y no un ratito aquí y un ratito allá, tiempo por delante, que se suele decir, para paladearlas, para detenerse en ellas, para sacarles su jugo, para mirarlas y remirarlas despacio, con calma, disfrutando de ellas y del tiempo que se les dedica. Como en las mañanas de domingo, ¿sabe?, cuando puedo levantarme sin prisas y preparar tranquilamente el café, y empezar a paladearlo ya desde el momento en que enciendo el gas y pongo la cafetera al fuego, y luego tomarlo a pequeños sorbitos, saboreando cada trago. Ahí es cuando tengo la sensación de que mi tiempo es mío, ¿sabe?, mío, como si tuviera una cajita de la que yo mismo fuera sacando los minutos, uno detrás de otro, despacito, poco a poco, y no como cuando uno tiene que levantarse a todo correr para ir a trabajar y termina el día sin saber a dónde han ido a parar todos esos minutos, qué otra mano se los ha sacado de la caja y se los ha ido quedando... Y mi mujer, la pobre, nunca deja de repetirme que ya haré eso cuando me jubile, que no me amargue, que entonces hasta me aburriré y no sabré qué hacer con tanto tiempo, si será tonta, ¡con la de cosas que yo haría si pudiera recuperar mi tiempo...! Pero eso a mí no me sirve, ¿cómo me va a servir?, si lo que cuenta es el presente, ¿no cree?, el aquí y el ahora, y vaya usted a saber qué habrá sido de mí cuando me jubile o si viviré tanto como para jubilarme, que no es por ponerme agorero, Señor Comisario, pero es que eso nunca se sabe, nadie lo sabe, ni usted ni yo... Y además, ¿qué pasa con todo el tiempo que ya me han quitado? ¿Qué pasa con ese tiempo que me siguen quitando? La vida se me va, Señor Comisario, se me está yendo, y yo sin el tiempo que es mío para poder vivirla como querría... eso sí que es realmente un crimen, ¿no le parece, Señor Comisario? En fin, qué quiere que le diga, yo preferiría que mis tripas funcionaran como las de todo el mundo, y poder levantarme contento y tragar pacíficamente con todo, y que dejara de rezumarme toda esta rabia que siento por no ser dueño de mi tiempo, por sentir que me lo están quitando. Pero no puedo, sencillamente no puedo... Así que supongo que lo que pasó fue que cuando aquel coche chocó con el mío en medio del atasco y el tipo salió hecho una furia, y me gritó, blandiendo el limpiaparabrisas que se había soltado con el golpe, que la reparación me la iba a tragar yo, con estas palabras lo dijo, que me la iba a tragar yo, no sé, Señor Comisario, es verdad que no había un sol cegador, como aquel día para Mersault, estaba cayendo la noche, pero algo en mí debió de pensar que ya estaba bien de tragar, que mis pobres tripas tenían un límite, y que quien se iba a tragar el limpiaparabrisas esta puta vez era él..."