viernes, 29 de mayo de 2009

Hermenéutica III: Diversión


Es sabido que los hechos nunca hablan por sí solos. A los hechos -eso que ha pasado, eso que ha acontecido- hay más bien que hacerlos hablar, incluso forzarlos a hablar, dado que la verdad de eso que ha pasado siempre está sujeta a múltiples interpretaciones. Pero, por paradójico que resulte, no es menos cierto que también a las palabras hay que hacerlas hablar. Las palabras no hablan por sí solas. Parece que lo hacen, pero no es así. Y no sólo porque se encuentran igualmente sujetas a interpretación. También porque, en ocasiones, para que salga a la luz, lo que realmente quieren decir debe ser hurtado al silencio de lo no-dicho, a la retórica, a la ambigüedad o a la falta de claridad.

No era éste el post que tenía pensado colgar hoy. Pero ciertas palabras que muy recientemente han saltado a los medios me han animado a emprender, después de tanto tiempo sin hacerlo, un nuevo ejercicio de hermenéutica que, como ya sabréis, no es otra cosa que el arte de la interpretación. Razones: ante ciertas palabras, este ejercicio me parece estrictamente necesario. Pero, además, resulta que es un ejercicio que me entretiene y me divierte. Y no creo que haya nada malo en entregarme por un rato a este gozo y disfrute. ¿O tal vez sí?

Como supongo que ya habréis adivinado, esas palabras no son otras que las que copiaré a continuación:

"...reducido el sexo a simple entretenimiento, ¿qué sentido tiene mantener la violación en el Código Penal? ¿No debería equipararse a otras formas de agresión, como si, por ejemplo, obligáramos a alguien a divertirse durante algunos minutos? ¿Por qué tal disparidad de condenas?

No es demagogia. Hay movimientos recientes en esa dirección. En marzo, en una decisión sin precedentes, el Consejo de Ministros concedió un indulto parcial a un violador (...) Cuando se banaliza el sexo, se disocia de la procreación y se desvincula del matrimonio, deja de tener sentido la consideración de la violación como delito penal. Ése es el ambiente cultural en el que vivimos y, sin embargo, la inmensa mayoría de los españoles consideraría una aberración que se sacara la violación del Código Penal, aunque, a sólo cien metros, uno tuviera una farmacia donde comprar, sin receta, la pastillita que convierte las relaciones sexuales en simples actos para el gozo y el disfrute. Esa hipotética indignación es un motivo de esperanza, porque demuestra que la deshumanización de la sexualidad, que promueve el Gobierno, todavía no ha llegado a un punto de no retorno".

Para mí es obvio que, al contrario de lo que parece deducirse de algunos de los titulares que han lanzado a la prensa este texto, el redactor jefe de la revista del Arzobispado de Madrid no está en absoluto defendiendo la despenalización de la violación. Tan mentecato no podía ser el señor Rouco Varela al dar su aprobación a la publicación de este artículo. No. El Arzobispado, velando generosamente, cómo no, por los intereses no sólo de sus creyentes, sino de toda la sociedad española, está advirtiéndonos de uno de los graves peligros que corremos en este ambiente cultural, apoyado e impulsado por el Gobierno, en el que vivimos.

Ese grave peligro podría expresarse mediante un condicional como éste:


Si el Gobierno permite comprar sin receta la "pastillita" postcoital, entonces acabará despenalizando la violación.

La argumentación que, según entiendo el texto de la revista del Arzobispado, haría legítima la relación establecida entre las dos partes del condicional, podría ser la siguiente:

- Al permitir la compra sin receta de la "pastillita" postcoital, el Gobierno está convirtiendo las relaciones sexuales en "simples" actos para el gozo y el disfrute, en "simple" entretenimiento y diversión.

- Convertido todo acto sexual en un acto de diversión, la violación, que es un tipo de acto sexual cuya especificidad radica en que se obliga a alguien a realizar ese acto sexual, se convierte en un acto de diversión obligado.

- Obligar a alguien a divertirse no puede ser tan gravemente penado como lo es actualmente la violación.

- Por tanto, el Gobierno acabará despenalizando la violación.

Un indicio debe, además, llevarnos a confiar no sólo en la legitimidad de la relación causal establecida entre los dos miembros del condicional (si llueve, me mojo), sino también en su cumplimiento efectivo (está lloviendo, luego mejor abro el paraguas): el Gobierno ya ha empezado a caminar en esa dirección al conceder en marzo de este mismo año un indulto parcial a un violador.

Una consecuencia que se deriva palmariamente del condicional planteado: Si no queremos que el gobierno despenalice la violación, opongámonos a la compra sin receta de la "pastillita" postcoital.

Y una consecuencia más, no tan palmaria, pero igualmente derivable de lo anterior: Nadie que no sea un violador puede desear que se despenalice la violación. Por tanto, sólo los violadores pueden desear que se legalice la compra sin receta de la "pastillita" postcoital.

Vaya, me temo que este ejercicio de hermenéutica me ha llevado a descubrir que tengo alma de violador y a estas alturas de mi vida aún no me había dado cuenta. Será cuestión de buscar un psicoanalista o esperar a que el gobierno despenalice finalmente la violación para dar rienda suelta a esos impulsos hasta ahora ocultos. Pero tengo que reconocer que gracias a él me ha quedado todo mucho más claro. Y sobre todo me ha quedado mucho más claro por qué cuando lo leí por primera vez me pareció no sólo moralmente inadmisible, sino también racionalmente inaceptable.

La "pastillita" postcoital sólo sirve para evitar un posible riesgo de embarazo. Por fortuna, la "pastillita" de marras no lleva un chip incorporado que detecta cuándo el acto sexual fue "simple" cuestión de entretenimiento y así actuar sólo en esos casos. Las pastillas no juzgan las motivaciones que han dado lugar al hipotético proceso que pretenden interrumpir. Aquí la única instancia que juzga y además condena esas motivaciones es el Arzobispado. Porque ahora resulta que tener relaciones sexuales por el "simple" gozo y disfrute que proporcionan supone un acto de deshumanización de la sexualidad. Debe de ser que los señores arzobispos, estas reconocidísimas autoridades en materia de sexualidad y diversión, consideran que la sexualidad propiamente humana, la que nos distingue de la bruta sexualidad animal, es la que está exenta de todo elemento de gozo y disfrute. Cuánta contumacia alberga la antropología, siempre empeñada en decir lo contrario.

Así que, señoras y señores, hagan caso de nuestros arzobispos y eviten todo goce y disfrute, toda diversión y entretenimiento en sus relaciones sexuales, si no quieren verse deshumanizados y relegados a la condición de meras bestias. Por suerte, a mí todavía me quedará el gozo y disfrute, la diversión y el entretenimiento que me procuran estos ejercicios de hermenéutica. Al menos hasta que la Iglesia, esa gran amante de la libertad y la dignidad humanas que se atreve a concebir una violación como un acto de diversión obligado, no condene también, por deshumanizadora, esta inocente diversión intelectual.

martes, 19 de mayo de 2009

Confianza II: A los que no confían


"Nunca estuve tan obsesionado por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y goce. Gozar y llorar la muerte que acecha es para mí lo mismo"

Jacques Derrida



La felicidad es, para ellos, un camino luminoso rasgado en sus márgenes por la negrura cortante de un doble abismo. Una habitación en la que un sol radiante proyecta sombras espesas tomadas por espectros que gimen y lloran. Un pedazo de cielo asaltado por opacos nubarrones en los que late la amenaza de la herida mortal del rayo. La cúspide de una montaña transformada en su conquista en cráter profundo. La antesala de la tragedia. El preludio de su más temida desgracia. Cuando tienden sus brazos hacia lo alto y la acarician con sus manos, se descubren balanceándose peligrosamente al filo de un precipicio.


Difícil discernir qué o quién sembró en ellos la intuición dormida de un orden frío e implacable cuyas reglas sentencian: nada será regalado sin verse más tarde sustraído. Que bajo el peso implacable de una justa ley de compensación universal, todo golpe de fortuna habrá de ser pagado con la no menos justa moneda del infortunio. Que el platillo subirá en la balanza sólo al precio de su posterior caída, salvando así con su retorno el originario equilibrio pactado.

La intuición suele habitarles en silencio hasta que manifiesta su poder con voz atronadora: sucede allí donde sus huesos reverdecen bañados por el estado de gracia de la dicha. Al abrirse paso en sus cabezas el privilegio de ese raro don, al sentirlo con viva intensidad en la fiesta matutina de sus órganos, empiezan a palpar, en su más prohibida alteración, la presencia invisible de ese orden. Pues su extremo más ansiado, el éxtasis sostenido en el tiempo, debe ser, sospechan, posesión exclusiva de los dioses que lo rigen. Quien por un capricho incontrolado del destino, por un error de cálculo en la prodigalidad divina, se atreva a hollar el espacio sagrado y dance alegremente por sus dominios, habrá de aguardar el lícito castigo que clama su profanación. Ante la transgresión de los límites de lo legítimamente humano, el orden trastocado exigirá de inmediato la reparación de la catástrofe.


Sobre ellos mismos, pero con fuerza suprema en torno a sus bienes más preciados -las causas localizables de su dicha-, ronda con inusual cercanía lo que para otros se revela hipótesis lejana e improbable: el hálito funesto de la muerte que, arrebatándoselos para siempre, habrá de trocar Todo en Nada. Así, un teléfono que no suena en el plazo esperado, una tardanza imprevista, los halla de continuo predispuestos para la tragedia. Son, a sus ojos, los signos preclaros de que su ya sabida verdad por fin se confirma. De que el telón acaba de alzarse para que dé comienzo la representación del drama vaticinado. El suelo se hunde bajo sus pies mientras tiemblan como hojas. Vierten sin consuelo lágrimas amargas y tratan de aceptar, horrorizados por los preliminares de la orgía del dolor, que ya están cayendo por el precipicio. No se les escapa que ante los signos de su ruina se abre un ramillete de lecturas distintas: plausibles, sensatas, amables. Que en su fijación en la flor más siniestra habla un cierto delirio, familiar por repetido. Sin embargo, no hay resquicio de cordura capaz de frenar su temblor. La flor oscura sobresale con tal ímpetu y aroma de certeza que el resto apenas deviene perceptible. ¿Acaso no estaba anunciado que las estadísticas fallarían en su contra? ¿Acaso cabía otro desenlace?

Cuando los hechos acuden raudos en su auxilio a descartarla de un manotazo, el repentino alivio no aparece en compañía de la calma. Durante largas horas, todavía respiran entrecortadamente. El abismo se ha retirado por esta vez. Pero sólo por esta vez, y sólo unos metros. Ahí sigue, absorbiendo toda la atención de sus pupilas. Que la posibilidad vivida y sufrida como real no se haya cumplido, no significa que haya dejado de ser posible. Antes bien, la posibilidad venidera siempre abierta, factible en cada recodo, se impone impertinente en el horizonte ocultándoles cualquier otra visión. Lo inevitable sólo ha sido postergado, se dicen. Los hados tan sólo han consentido en concederles una tregua. Y es entonces cuando por sus pensamientos cruza con descaro la tentación de aflojar los brazos y soltar los objetos de su felicidad. De abandonar sus tesoros y alejarse de ellos. Incluso de ensuciarlos con sus dedos para que, evaporado su brillo, les resulte más fácil la partida. En esos instantes, pueden llegar a suspirar con añoranza por su tranquila medianía de antaño. Por el gris suave que reemplazara al azul brillante que ahora les lastima. Hasta que, desaguando en cada suspiro la balsa de su angustia, alcanzan a recobrar la lucidez hace ya tanto asumida: el verdadero castigo, el más inminente peligro, no anida tanto en el mundo como en sus corazones.

En qué momento se quebró su confianza en los dones de la vida. Por qué caminan sin fe por sus laberintos. Sin la fe requerida para gozar de sus parajes más hermosos. En la persistente creencia, sea cual fuere el precio ya pagado para recibirlas, de no ser merecedores de sus dádivas. Son las preguntas, tantas veces formuladas, que de nuevo les acosan. Una vez más las rechazan. Y en medio del vacío de respuestas, vuelven a alzarse con gesto resuelto sobre sus pies y tienden los brazos hacia lo alto. Para reemprender, mientras acarician su dicha, la antigua tarea interrumpida. La que desde niños desean enfrentar día a día: aprender a suturar con la aguja de la decisión los pedazos de su confianza rota.

domingo, 10 de mayo de 2009

Revivir



Karol camina nervioso por los pasillos de una desolada estación de metro en construcción. Tiene un objetivo que cumplir: matar a un hombre que ya no quiere seguir viviendo. Un hombre que ya no se siente capaz de encontrar más motivaciones para vivir, pero que no se atreve a acabar con su vida. Porque tiene mujer e hijos, porque hay gente que le quiere. Karol necesita el dinero.


De detrás de una columna, a sus espaldas, alguien emerge. Karol se vuelve, primero asustado, luego sorprendido. Es su amigo Mikolaj. El que un día, cuando ambos se conocieron en otra estación de metro de París, le contara la historia de este hombre y que, a petición de Karol, lo ha enviado a su encuentro.


"¿Qué, ha renunciado?", pregunta cuando recobra el aliento. "No", responde Mikolaj con serenidad, entornando sus tristes ojos azules, "soy yo... ¿Eso cambia las cosas?". "No", contesta irónicamente Karol, "pero eres tú". Karol saca una pistola. Mikolaj le dice que el dinero está en su bolsillo. Que ya lo cogerá luego. Karol vacila. Mikolaj baja la mirada y suplica en voz baja: "Hazlo". Y con un gesto decidido toma la mano de Karol que empuña la pistola y la pone sobre su pecho. "¿Seguro?", pregunta Karol, inquieto. Mikolaj vuelve a mirarlo con la misma triste serenidad y asiente con la cabeza.



Lentamente cierra los ojos. Frente a frente, Mikolaj y Karol. A la distancia justa del brazo que apoya la punta de la pistola sobre su corazón. Karol ya no vacila. Suena el estruendo del disparo reverberado por las paredes del túnel. La espalda de Mikolaj se contrae en un espasmo de dolor, también su rostro.



Despacio, muy despacio, como si el tiempo se hubiera detenido, comienza a inclinarse hacia Karol, hasta desplomarse sobre sus brazos. Karol lo sienta con delicadeza sobre un escalón situado tras ellos y escruta expectante el rostro de Mikolaj, con la respiración agitada. Pasan apenas unos segundos. Mikolaj abre poco a poco los párpados y lo mira perplejo. Sus ojos, cuya habitual tristeza parece haberse agudizado, miran a Karol como si regresara de un lugar muy lejano. Como si en el lapso de esos breves segundos hubiera realizado un largo viaje y ahora retornara aturdido al lugar del que partió. "Era de fogueo", explica Karol, "la siguiente es de verdad". Sus ojos se van llenando de lágrimas. Y su voz se quiebra cuando pregunta: "¿Estás seguro?... ¿Estás seguro?", mientras Mikolaj sigue mirándolo con la extrañeza de un ausente. Deniega con suavidad con la cabeza. Y dice en voz baja, demorándose en cada palabra: "Ahora ya no". Acaso porque, pese a la bala inexistente, Mikolaj siente que ya ha muerto. Ya sabe lo que es morir. No necesita saberlo una segunda vez. "Mikolaj, todos sufrimos", le dice Karol. "Sí", responde Mikolaj, "sólo quería sufrir menos... ¿tomamos unas copas?"



Música de violines. El blanco luminoso del cielo matutino se confunde con el blanco inmaculado de la nieve sobre el suelo llano. Dos figuras negras irrumpen en constraste con el blanco. Corren y se deslizan por la nieve, gritando y riendo, como dos niños que por primera vez jugaran en ella. Finalmente caen al suelo, una junto a otra. Mikolaj, tumbado, mira al cielo. Su rostro irradia la misma luz del blanco que lo envuelve. Ríe sin motivo. También como un niño que, respirando el aire gélido de la mañana, sintiendo en su espalda el frío de la nieve, descubriera por primera vez el placer de estar vivo. "Me siento como un colegial", anuncia. "Y yo", dice Karol sonriéndole. "Sí... todo es posible", exclama Mikolaj. Y aún tumbado sobre la nieve sigue gritando de puro placer entre las carcajadas de Karol mientras la cámara se aleja para mostrarnos de nuevo el contraste de las dos figuras negras sobre el blanco cegador del suelo iluminado por el sol.



Es muy posible que ya la hayáis reconocido. Se trata de una secuencia de "Blanco", la segunda parte de la trilogía del color de Krysztof Kieslowski. Me estremeció la primera vez que la vi en el cine. Me sigue estremeciendo cada vez que vuelvo a verla. Si alguien me preguntara qué es lo que le pido al cine, es probable que de entrada contestara: conocimiento. Conocimiento del alma humana a través de las historias que narra y los personajes que las protagonizan. Conocimiento de mí misma en el espejo de esas historias y esos personajes. Pero inmediatamente después añadiría: y que me lleve a experimentar emociones anestesiadas o difuminadas por el monótono rodar de la rutina. Que me haga sentirme viva. Que, a través de ese sentirme viva, logre despertar mis ganas de vivir.

Tal vez sea el sentimiento de amor por la vida, la alegría de saberse vivo, uno de los sentimientos que más tienden a desdibujársenos en el tráfago de las dificultades y preocupaciones cotidianas. En el curso de días repletos de tareas y demandas inmediatas cuya satisfacción sólo da paso a que se presenten, en un ciclo interminable, nuevas tareas y nuevas demandas que satisfacer. Se nos desdibuja especialmente en aquellas épocas en que los contratiempos y circunstancias adversas nos obligan a focalizar nuestros esfuerzos en no caer vencidos ante el siguiente obstáculo. Al igual que el ratón que corre frenético sobre el rodillo olvida que se halla en una jaula, así acabamos nosotros olvidando el sustrato básico y elemental sobre el que cada día tiene lugar nuestro propio correr frenético: que estamos vivos; incluso que es un trivial pero a la vez gran milagro que estemos y sigamos estando vivos. Y esto es, para mí, lo que viene a recordarnos esta secuencia de la película "Blanco". Lo que pretende hacernos sentir con renovada intensidad por medio de la muerte simbólica y la resurrección de Mikolaj.

No es preciso que, como Mikolaj, hayamos perdido toda motivación por la vida. Tampoco nos es necesaria su firme voluntad de terminar con ella. Mucho menos haber notado la punta de una pistola sobre nuestro pecho, el disparo final, la instantánea convicción de estar muertos. Pero cuando tras esta primera escena veo a Mikolaj correr por la nieve, sus ojos tristes transfigurados por la risa, cuando oigo sus alaridos de alegría, no puedo dejar de sentir con él ese redescubierto placer por el mero hecho de estar vivo. Por la maravilla que, pese a las miserias, pese al sufrimiento mencionado por Karol, significa pertenecer al reino de los vivos. Al reino de los que aún pueden percibir sobre su piel el frío helador de la nieve y la calidez de un sol matutino. Y la gozosa vuelta a la vida de Mikolaj se transforma en la mía propia. Como si resucitara de entre los muertos. Como si reviviera de entre las muchas y pequeñas muertes cotidianas que nos van sumiendo en un letargo más parecido al sueño de los muertos que a la vigilia de los vivos.





¿Y a vosotros? ¿Qué películas o escenas os hacen revivir?

sábado, 2 de mayo de 2009

Recordar


No puedo decir que sea mi predilecto. Demasiados son los cuentos de Jorge Luis Borges que habrían de competir entre sí para adquirir esa distinción, y otorgársela a uno de ellos sería injusto y mentiroso para el resto. Pero lo que sí puedo decir es que es, probablemente, el relato que en más ocasiones a lo largo de mi vida, por diversos motivos, en diferentes circunstancias, he recordado. Ahora bien, me temo que tampoco yo, al igual que el narrador del cuento, "tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto". El derecho sobre ese verbo sagrado que Borges identifica con el "recordar" lo ostenta Ireneo Funes, el inquietante personaje de "Funes el memorioso".

De niño era conocido como el "cronométrico Funes" por su facultad de saber siempre la hora exacta sin necesidad de reloj alguno. Pero esa asombrosa habilidad palidece ante la que, como tocado por el golpe de gracia de un dios con rostro de genio maligno, le sobreviene tras un accidente que lo deja tullido. Desde su cama, Funes es capaz de percibir y recrear en su memoria todo aquello que escapa a la visión común del común de los mortales. Desde las formas caprichosas y fluctuantes de todas las nubes australes que poblaron el cielo de un concreto amanecer, hasta las vetas dibujadas en la pasta de un libro que viera una única vez. Desde las líneas de espuma que levanta el golpe de un remo en el agua, hasta el complicado y cambiante baile de las llamas de un fuego. Funes percibe no solamente cada una de las hojas que cuelgan de un árbol, en su específica singularidad -ésta y aquélla, y aquélla otra...- y sus para nosotros inapreciables y despreciables diferencias. También es capaz de recordar cada una de las veces que las ha percibido o que las ha imaginado. Y con su prodigiosa penetrancia perceptiva, Funes se percata de que el perro de las tres catorce no es el mismo perro de las tres y cuarto. De continuo asiste a la fugacidad de todas y cada una de las cosas que le rodean, pues su conciencia capta las más ínfimas variaciones que el paso del tiempo imprime en ellas. Además, no necesita escribir nada de lo que piensa. Basta con que lo haya pensado una sola vez para que no pueda borrarse de su memoria.

Funes vive en un mundo diferente al nuestro. Tan diferente, valdría decir, que sencillamente es otro mundo. Un mundo infinitamente más rico y complejo, de desorbitados matices, exuberante en desemejanzas. Un mundo en continuo devenir en el que nada se deja fijar, petrificar. Un mundo de dinamismos pausados pero constantes en el que, como en una filmación acelerada, el nacimiento, la decandencia y la muerte se han vuelto visibles. En el mundo de Funes, nada es igual a nada, nada es igual a sí mismo en el margen de unos pocos segundos. Cada hoja de cada árbol, cada grieta que se abre en cada pared, cada arruga de cada rostro, son inconfundibles. Ni tan siquiera cabe confundirlas con ellas mismas en el sucederse del tiempo.

Siempre que recuerdo -no me queda más remedio que utilizar con consciente frivolidad ese verbo sagrado cuya legitimidad sólo corresponde a Ireneo Funes- este cuento de Borges, no puedo evitar empezar a pasear los ojos por los objetos que me rodean, tratando de detenerme en esos múltiples matices sobre los que jamás reparamos. La forma en que se distribuyen, cada una en una posición distinta, las colillas en el cenicero. Las pequeñas escamas de ceniza sobre las que reposan o que yacen sobre ellas. Las vetas ligeramente más oscuras que componen dibujos aguados en la superficie de mi mesa de trabajo. Puedo ver esos detalles. Puedo tratar de imitar, precariamente, la visión de Ireneo Funes. Pero apenas levanto la vista de cada uno de esos objetos, en mi cabeza sólo resta una imagen borrosa del conjunto.

Los miro de nuevo y pienso que, en verdad, ninguno de esos detalles tiene existencia real en nuestro mundo. Porque ni tan siquiera tienen nombre. Sólo son una colilla, y otra, y otra... Una escama de ceniza y otra y otra... Una veta, y otra y otra... Nos faltan palabras para distinguirlas, como nos faltan para describir las sutiles o no tan sutiles diferencias que hay entre todas y cada una de las hojas de un sólo árbol. Más aún para discernir las de varios árboles de la misma especie. Si se nos pregunta, ¿qué vemos?, sólo contestaremos: hojas. El mismo pobre nombre, tal vez aderezado de unos pocos adjetivos -más grande, más pequeña, más oscura, más ajada- para millares de objetos diferentes entre sí. Al igual ocurre con cada uno de nuestros conceptos: deben servir para aglutinar miles, millones, innumerables cosas tan dispares entre sí como todas y cada una de las mesas posibles, de los amaneceres posibles, de las caricias posibles. El lenguaje es una gran máquina de anular, de aplastar diferencias, que nos vuelve ciegos, sordos y mudos para ellas. Me pregunto entonces cuántas veces habré dicho o pensado que me sentía triste porque carecía de otra palabra capaz de distinguir esa concreta y singular tristeza, esa concreta y singular emoción, de la emoción que cualquier otro día, en cualquier otro momento, identifiqué como tristeza. Y no dejo de asombrarme de lo groseros, de lo mentirosos que por fuerza tienen que ser nuestros recuerdos, si su fijación depende de un armazón tan esquemático e insensible a las diferencias como es la palabra.

Sin embargo, posiblemente porque lo he leído en otras palabras, en otros conceptos, puedo decir que recuerdo, sin sensación de traicionar realidad alguna, que el narrador de ese cuento de Borges parece antes interpretar la portentosa habilidad de Funes como una maldición que como un privilegio. Sospecha que Funes no puede pensar. Porque pensar es "olvidar diferencias, generalizar, abstraer". Me temo que acierta de pleno en su sospecha. Pero para mí es indudable que Funes el memorioso representa el precio, quizá por lo general insignificante, en ocasiones intuyo que nada desdeñable, que pagamos por pensar.