sábado, 29 de agosto de 2009

Desprecio


"El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos"

André Bazín

Al comienzo de la película "El desprecio" (1963), Jean-Luc Godard menciona estas palabras de Bazín para señalar que la historia narrada en ella es una historia de ese mundo más acorde con nuestros deseos que el cine pretende ofrecer a nuestra mirada. Sin embargo, una vez terminada la proyección, no resulta fácil dilucidar por qué Godard puede creer que el mundo reflejado en esta trágica historia se hallaría más en armonía con nuestros deseos y no quizás más alejado de ellos.

Paul (Michel Piccoli) es un joven dramaturgo francés a quien Prokosch, un lúbrico y prepotente productor americano, ha propuesto que reescriba el guión de la película que está filmando en Italia. Se trata de una película sobre el personaje homérico de Odiseo y su largo viaje de regreso a Ítaca. Su director, que encarna Fritz Lang interpretándose a sí mismo, aspira a retratar al hombre en su ineludible lucha con los dioses, es decir, con aquellas fuerzas del destino que intervienen en su existencia más allá de su poder de decisión y a las que no puede evitar enfrentarse si quiere hacer prevalecer su voluntad sobre ellas. Pero los intereses puramente comerciales de Prokosch han entrado en conflicto con los intereses artísticos y expresivos de Fritz Lang. También en conflicto con su vocación de autor teatral, Paul está valorando la posibilidad de aceptar el trabajo. Ha comprado un caro apartamento para él y su esposa Camille (Brigitte Bardot) y necesita el dinero.

La primera escena de la película, en la que Paul y Camille conversan tumbados en la cama, ella desnuda sobre la colcha, nos revela que Camille espera de Paul una correspondencia sin fisuras al profundo amor que siente por él. "Entonces, ¿me amas totalmente?", le pregunta. "Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente", responde Paul. No obstante, al día siguiente ocurrirá algo que hará pensar a Camille que Paul no la ama del mismo modo que ella a él, y este descubrimiento transformará su amor, en un vuelco radical e irreversible, en un visceral desprecio hacia Paul. Cuando va a recogerlo a la salida de Cinecittá, Prokosch, con claras intenciones de seducirla, le propone que se vaya con él a su casa en su coche mientras Paul y la traductora toman juntos un taxi para reunirse con ellos. Camille pregunta a Paul qué debe hacer. Es obvio que no le gusta la idea y prefiere que sean ella y su marido quienes tomen juntos un taxi para dirigirse a casa de Prokosch. Pero Paul, ignorando la manifiesta incomodidad de Camille con la situación, la empuja a marchar con él. El siguiente plano, en el que Paul aparece corriendo tras al coche de Prokosch y gritando el nombre de Camille, nos muestra que éste ha intuido el error que acaba de cometer con Camille, pese a que aún no es consciente de en qué consiste su error ni tampoco de su fatalidad.


A partir de ese momento, en la actitud de Camille hacia Paul se entremezclan la agresividad y la frialdad, el resentimiento y la distancia interior. Ante las constantes preguntas de un Paul sumido en la extrañeza por el repentino cambio en el comportamiento de Camille, ésta acaba confesándole que ya no lo ama porque lo desprecia, si bien se niega a aclararle el motivo de este giro en sus sentimientos. Las circunstancias todavía pondrán a Paul ante la posibilidad de enmendar su error cuando Prokosch los invita a pasar unos días en su villa de Capri, donde se ruedan algunas escenas de la película. En un momento dado, Prokosch pide a Camille que regresen juntos en su lancha a la casa mientras Paul permanece en el mar con el equipo de rodaje. Camille pregunta de nuevo a Paul qué es lo que él quiere que ella haga. Paul desperdicia esta segunda oportunidad concediendo una vez más que se vaya con él. Pero es entonces cuando se percata de lo sucedido entre Camille y él. De vuelta hacia la villa con Fritz Lang, propone al director una interpretación de la figura de Odiseo que no es sino un fiel espejo de él mismo. Según Paul, Odiseo es infeliz con Penélope antes de su partida. Demora el retorno a Ítaca porque sabe que Penélope ha dejado de quererle, que le desprecia por haberle pedido que fuera amable con sus pretendientes. Por eso los mata a su regreso, con la intención de recuperarla. Pero Fritz Lang le replica que la muerte no es la solución. Y, en efecto, Paul ya nada podrá hacer por recobrar el amor de Camille. Ya en la villa, ésta se besa con Prokosch ante sus propios ojos, no por deseo o amor, sino movida por el afán de devolver a Paul el sufrimiento que éste le ha causado. Poco después, Camille decide la ruptura entre ambos.


La primera vez que vi "El desprecio" quedé fascinada tanto por su enorme belleza como por muchos otros aspectos puestos en ella en juego que no me detendré a tematizar aquí. Pero a esa fascinación se unió también una cierta sensación de desasosiego que, supongo, provenía del carácter extremo de la historia de desamor narrada en esta película y de los interrogantes y reacciones ambivalentes que me suscitaba. Hay un punto de vista, que cabría calificar de trivial sin atribuir a este término ningún sentido peyorativo, desde el cual la conducta de Camille hacia Paul resulta cruel e injustificada. El error de Paul no es tan grave como para eludir toda perspectiva de perdón. Incluso la percepción de Camille de que Paul ha optado por prostituirla, por venderla a cambio de un guión de cine, podría desvelarse como un malentendido susceptible de ser disuelto por medio de un diálogo entre ambos que ella rechaza desde el principio. Pero hay otro punto de vista que, a mi entender, no deja de legitimar la posición de Camille. Si a Camille le basta un único gesto de Paul para que su visión de él se transforme radicalmente es porque lee en ese gesto el verdadero rostro de Paul, un rostro que antes desconocía. "Yo te conozco", le dice al final de la película poco antes de anunciar su ruptura. Una frase que, en el contexto en que tiene lugar, cobra más bien el significado de "ahora ya te conozco". La acción de Paul le ha hecho patente que éste nunca la amará del modo absoluto que ella desea para el amor que sostiene su relación. Su desprecio sólo es una respuesta a lo que, ante sus ojos y su propia aspiración a ese amor absoluto, aparece como un desprecio previo de Paul. Su infidelidad con Prokosch, únicamente un acto de venganza por el dolor y la decepción que experimenta. Siendo consecuente con el descubrimiento de la distancia que media entre el amor que ella le profesa y el que Paul puede ofrecerle, Camille no duda de que la única solución a su conflicto pasa por el abandono. Frente a la certeza de la falta de reciprocidad, Camille no elige la resignación sino la separación.

Aún sigo sin saber cuál es el mundo más en armonía con nuestros deseos que, según Godard, "El desprecio" querría poner ante nuestra mirada. ¿Tal vez un mundo ideal en el que la resignación y el conformismo estuvieran excluidos del deseo de amar y ser amado? ¿Un mundo en el que los seres humanos fuéramos capaces de perseguir con la máxima coherencia aquello que queremos para nosotros mismos sin concesiones ni pretextos ante la repentina captación de una realidad que no nos satisface? ¿Un mundo en el que no cerráramos los ojos ante el acoso de una cruda verdad? Tampoco sé si, de acabar dando una respuesta afirmativa a estas preguntas, estaría de acuerdo con el modo en que Godard imagina ese mundo a través de la historia de Paul y Camille. Pero con lo que sí estoy sin duda de acuerdo es con cómo concibe la primera mirada de Odiseo sobre Ítaca que Fritz Lang rueda al final de la película: Ítaca, sencillamente, no se encuentra en el horizonte. Ítaca, símbolo de la posibilidad del retorno a la seguridad del hogar, imagen del perfecto cierre del círculo que garantizaría el sentido del camino recorrido, es un vacío al que debemos acostumbrarnos. Tanto en el amor como en cualquier otro terreno.


miércoles, 12 de agosto de 2009

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En contra de su cultivada costumbre de permanecer unos minutos en la cama para dejar que sus miembros vayan despertando lentamente de la inactividad nocturna, hoy se ha levantado nada más aflorar su conciencia del sueño. Con mayor viveza de lo que su edad permitiría presagiar, se ha dirigido por el largo pasillo hacia la cocina y allí ha encendido con una cerilla el grueso cirio que dejara preparado sobre el banco la noche anterior. Mientras reza un padrenuestro seguido de un ave maría, sus dedos no han cesado de acariciar el pequeño dije de oro que, sobre su escote, encierra el mechón cortado de sus cabellos a los pocos minutos de morir, y al terminar sus oraciones lo ha llevado a sus labios para depositar sobre él un breve beso. Seis años han pasado ya desde entonces. Pero sabe desde hace exactamente esos seis años que antes sonará la hora de su propia muerte que logrará habituarse a su ausencia.

De vuelta en el dormitorio ha hecho la cama poniendo especial cuidado en estirar las sábanas sobre el lado en el que él dormía, en ahuecar su almohada antes de cubrirla con la colcha. Y antes de encaminarse nuevamente a la cocina para el desayuno se ha demorado en abrir los cajones de la que fuera su mesita de noche, la puerta del lado izquierdo del armario donde aún cuelgan todas sus ropas, también la del armarito del baño que todavía guarda sus productos de aseo, para cerciorarse de que todo sigue igual que aquella calurosa tarde de junio en la que ambos partieron juntos hacia el hospital y del que sólo ella habría de regresar apenas tres noches después, incrédula ante la inesperada presteza de los acontecimientos, desarbolada por la sorpresa de su desaparición, aterrada de soledad anticipada, para caer en un sueño frío y plomizo, en una inconsciencia cortante e indolora a la que seguirían tantas noches de insomnio.

Y ya entregada algo más tarde al cotidiano ritual de limpieza, se ha ido deteniendo en las numerosas fotografías que, a partir del día de su muerte, empezara a seleccionar y enmarcar para sentirse más acompañada, para tenerlo consigo casi en cada habitación de la casa, y poder mirarlo y dirigirse a él como si aún pudiera escucharla allí mismo, en el hogar donde ambos entrelazaron sus caminos y ahora testigo vacío de su viudez. Ni los más escépticos argumentos conseguirán convencerla de que él no la escucha allá donde quiera que esté, por más que permanezca mudo ante sus palabras y nunca se haya atrevido a manifestarse ni con el más leve signo, ni con el más leve indicio, como tantas veces ella ha deseado, segura de que esta separación formará parte de lo transitorio y tarde o temprano llegará el momento de su reencuentro eterno. Mira el reloj y sus movimientos se vuelven más rápidos y ágiles, como animados por un conato de alegría. Por suerte, el aniversario ha caído este año en domingo y ha reservado mesa en el elegante restaurante que a él tanto le gustaba para celebrar allí la habitual comida semanal con sus hijos. Debe arreglarse como es debido.

Nada en el espejo puede ya anunciarle, mientras reaviva con algo de color sus gastadas facciones, que cuando a los postres recuerde en voz alta con una sonrisa y húmedos los ojos alguna de las anécdotas familiares que él protagonizara, en torno a la mesa se alzará una bruma densa e invisible que enturbiará las miradas del resto de los comensales. Que cuando comience a hablar de él y de su infinito echarle de menos, la de de su hijo menor se precipitará una vez más sobre el mantel para que la fina tela absorba la vergüenza y la rabia que destila. Que su hijo mayor hará de nuevo un esfuerzo por recoger su primera sonrisa con su propia boca y obligarla a pronunciar palabras adecuadas. Que su hijo mediano se girará posiblemente hacia el carrito para atender una demanda inexistente del bebé mientras su nuera roza ligeramente su mano.

Para esos gestos, en tantas ocasiones reiterados, hace ya mucho que el transcurrir de los días, el peso de la soledad y el inevitable balance inconscientemente arrojado sobre su memoria la han vuelto ciega. En la misma medida y con idéntica cadencia con que han ido borrando, aniquilando, los recuerdos que aún laceran el alma de sus hijos y que a ella ya no habrán de dañarla. Recuerdos hirientes que todavía entristecen sus sueños de adulto trayendo consigo el sabor amargo de sus respectivas infancias. Recuerdos punzantes que en ella, como piezas de un extraño puzzle, en lugar de sumarse se han ido restando para que en su cabeza pudiera finalmente emerger la figura inventada de su felicidad pretérita, fundamento de la nostalgia que alimenta su presente y la proyecta hacia el porvenir de la mano de la esperanza ultraterrena. Incluso el recuerdo del odio profundo, visceral, desgarrador de pies a cabeza, sentido hacia el hombre que quebró su vida martirizando su corazón y la inocencia tierna de sus niños, se ha evaporado, transformado en memoria ligera de usuales desavenencias conyugales, de rasgos de carácter defectuosos pero tolerables. Trocado en una culpa oculta por ese mismo odio -¿quién no sospecha de su poder mortal?- que ha acabado por extirpar de sus entrañas la imagen pasada de sucesos innombrables, priorizando en ellas, magnificando en una hipérbole desmesurada, las escasas huellas de lo grato y lo benéfico dejadas por su hoy añorado marido.

Nada en el reflejo amable de su tez maquillada y su pulcra vestimenta que la despide en el recibidor al salir de casa puede ya presagiarle el sentimiento de alivio, entreverado con el dolor por la traición a la memoria familiar y a la antigua complicidad en la desgracia compartida, confusamente mezclado con la piedad y la lástima, que experimentarán sus hijos al abandonar el restaurante. Probablemente preguntándose, mordidos por un agudo remordimiento, con qué derecho se atreven ellos a juzgar esa previsible falsificación de buena parte de sus vidas, esa anticipable destrucción del origen de sus heridas, si por fin han alcanzado a pintar, después de tanto sufrimiento inmerecido y tanto llanto inútil, el trazo sereno de la reconciliación en el rostro de su madre. Aun cuando el precio de ese trazo salvífico estribe en su creciente lejanía. De ellos. De sí misma.

martes, 4 de agosto de 2009

De la imposibilidad de dar


Escuchando esta mañana en la radio, con creciente estupefacción, las noticias sobre la resolución judicial del presunto caso de cohecho más traído y llevado de los últimos tiempos, se me ha venido a la cabeza la siguiente pregunta: ¿es posible dar algo sin esperar recibir algo a cambio?

Hace ya unos años Jacques Derrida planteó en un ensayo titulado "Dar (el) tiempo" no sólo que el acto de dar exige no esperar nada a cambio, sino que, en virtud de esa misma exigencia, el dar, la donación o el don constituyen algo tan imposible que representan la imagen misma de lo imposible.

Decía Derrida que para que pueda hablarse propiamente de un dar o de una donación, es estricta, ineludiblemente necesario que no haya reciprocidad, ni devolución, ni intercambio, ni tampoco deuda. Porque en el momento en que existe reciprocidad, devolución, intercambio o deuda, la donación se destruye para dar paso al cálculo económico, al intercambio de bienes. Que haya don, que haya dar, depende de la supresión del cálculo económico, del no tener lugar de intercambio alguno. Pero es esta misma negación del intercambio la que hace del dar una acción imposible, en la medida en que el simple reconocimiento de la acción de dar provoca en sí mismo ese intercambio, bien sea real o simbólico, tanto desde el punto de vista de quien recibe el don como de quien lo dispensa.

Pongamos que invito a comer a alguien y éste me devuelve otro día la invitación. Ya no puede decirse que ninguno de los dos nos hayamos dado nada sino que, sencillamente, hemos intercambiado dos bienes similares. Lo mismo sucede si, en lugar de invitarme a comer, esta persona recompensa mi acción, por ejemplo, haciéndome otro día un regalo. Tampoco podrá decirse entonces que nos hayamos dado nada, sino tan sólo que hemos intercambiado dos bienes diferentes. Pero incluso si el otro no me ofrece a cambio de mi donación bien material alguno, sino que se limita a expresar su gratitud hacia mi invitación, ya me está dando algo a cambio de ella, a saber, esa misma gratitud, que yo recibo como un regalo simbólico en compensación por el gasto realizado.

Por otra parte, también podría darse el caso de que el otro no exprese gratitud y sencillamente reconozca que le estoy dando algo. Según Derrida, por el mero hecho de reconocer mi dar como dar, de percibir mi donación como tal, el otro no podrá sustraerse a la percepción de que ésta le ha hecho contraer una deuda conmigo, con lo cual me regalará la conciencia de su estar en deuda conmigo y quizás la expectativa de la posible restitución de dicha deuda. Y si, yendo todavía más lejos, el otro ni tan siquiera expresa o siente tal gratitud o estar en deuda porque -por los motivos que fueren- no reconoce o no es capaz de reconocer mi donación como donación, yo no dejaré por ello, en el instante en que me reconozca ante mí mismo que estoy haciendo una donación, de recibir algo a cambio de ella: lo que recibiré es la percepción de mi propia generosidad, mi felicitación o aprobación hacia mí mismo, mi congratulación por mi acción generosa, todos ellos bienes morales con los que me restituiré simbólicamente el valor de lo que acabo de dar.

La conclusión de Derrida es que la posibilidad misma del dar requiere que este dar no aparezca como lo que es ni para quien da ni para quien recibe la donación. Porque en el momento en que el dar aparece o se presenta como tal, la donación se transforma automáticamente en intercambio, es decir, en un proceso económico en el que dos bienes, poco importa de la índole que sean, son intercambiados. Así, si soy consciente de que me están dando algo, habré contraido con el otro una deuda que tornará imposible mi darle algo, puesto que la restitución de esa deuda contraída ya no podrá ser otra cosa que intercambio y nunca donación por mi parte. Y si soy consciente de que doy algo, no podré evitar esperar algo a cambio, aun cuando aquello que espere no sea más que mi propia satisfacción con respecto al hecho de haber dado. De manera que, bien mirado, no estaré dando nada, sino que sólo estaré intercambiando lo que doy por aquello que espero de mi donación.

Me temo que estas reflexiones de Derrida sobre el dar son quizás en exceso complicadas para las elevadas temperaturas veraniegas. Pero hoy me ha parecido pertinente traerlas a colación porque creo que vendrían a avalar filosóficamente las bases jurídicas del artículo del Código Penal que el Tribunal encargado de la resolución de ese caso de posible cohecho tan traído y llevado en los últimos tiempos ha decidido, sorprendentemente, obviar: el que sanciona la aceptación por autoridad y funcionarios de regalos ofrecidos "en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido". Un artículo que parece hacerse cargo de lo que Derrida concibiera como la imposibilidad de dar y pretende así protegernos de la amenaza de que las decisiones políticas acaben sometidas a la inevitable lógica del cálculo económico y del intercambio de bienes en que deriva toda donación consciente de sí misma. Como señalaba cierta publicación periódica en su editorial, lo grave de este asunto no es tanto la resolución en sí misma como el peligroso precedente que sienta.