jueves, 24 de febrero de 2011

Mal por mal


El bajo continuo de una inquietud sorda pulsando en la boca de su estómago le acompaña desde el día en que recibió la llamada. Su intensidad se agudiza al asociarse obsesivamente, en el rutinario trayecto al hospital, al recuerdo del número desconocido en la pantalla, de su indecisión -probablemente un error- para apretar la tecla de aceptar, de la voz vacilante al otro lado del teléfono pronunciando su nombre tras excesivos timbrazos. Una voz al principio extraña, reconocida poco después con la vergüenza ya coloreando su rostro al identificarse su propietaria, cautelosa en la elección de las palabras, sin embargo cada vez más firme conforme revelaba la gravedad del asunto. Para rayar tenebrosamente en la angustia cuando Andrés revive en su imaginación su reacción de sorpresa indignada, su obstinado, airado rechazo de la acusación vertida, cómo se atreve, el tono sereno de la voz femenina al expresar la velada amenaza de denuncia, debe usted comprender, yo podría salir mal parada, y él finalmente asintiendo, prometiendo lo antes posible la visita, la inspección encubierta, mejor en domingo cuando yo no esté, volveré a llamarla en cuanto lo haya visto, no, no se preocupe, este mismo fin de semana.

Lucía había aceptado el pretexto de su visita sin apenas preguntas, sin atisbo de reproche en su voz suave por su descuido ahora que, por su desapego ahora que, por su lejanía trascendiendo la distancia geográfica ahora que pero igual antes, con sincera alegría alborozada, sólo lamentando que Carmen no pudiera también, que hubiera de ser tan breve, domingo en lugar de sábado, el domingo libra Pilar, ya sabes, la cuidadora, y no podrían moverse de casa, anunciando pollo en pepitoria como el que guisaba mamá, riendo, muy lista no he sido nunca pero la cocina no se me da mal.

Andrés acusa la tensión en la espalda tras los cientos de kilómetros recorridos y el desasosiego en alza al penetrar en el edificio del piso familiar, su propio hogar hasta hace no tantos años aunque en cada visita le parezcan los de toda una vida, la casa de su infancia y primera juventud escindidas de su presente como por un abismo. La reciente mano de pintura cubriendo las paredes del portal y las escaleras no logra ocultar su aspecto antiguo, decadente, deslucido más allá de ese brillante color crema. Tampoco impide el involuntario rebrotar de sentimientos ambivalentes enraizados a una memoria que rehúye evocar. En el segundo piso, Lucía le recibe ante la puerta con una sonrisa y un discreto delantal, el trapo entre las manos medio húmedas, pasa pasa, que qué tal el viaje, te abro una cerveza de aperitivo.

Ya desde el recibidor adivina en el comedor la coronilla rala asomando sobre el respaldo del sillón frente al ventanal. Mientras Lucía vuelve a la cocina, se acerca a él despacio, procurando no perturbar quizá una siesta temprana. Y papá, en efecto, duerme pese a sus ojos abiertos, las pupilas fijas y los globos estáticos evidenciando la ceguera impasible del espíritu inerte a las líneas paralelas de árboles floridos, a los viandantes en la calle bulliciosa, a la bandada de pájaros rasgando el azul límpido del cielo. Se sitúa frente a él, ¡papá!, una, dos, a la tercera vez alcanza a quebrar su vigilia sonámbula, su extravío interior por blancos desiertos, y sus pupilas giran hacia las suyas mientras en la lengua de Andrés, alentada por el asomo de reconocimiento, parlotean preguntas huecas, palabras estúpidas en armonía con sus muecas exageradas, ésas que tontamente se prodigan al infante aún ajeno al lenguaje, a este infante arrugado y mudo cuyas pupilas acaban regresando opacas al ventanal, al paisaje dinámico invisible frente a sus ojos por dentro sellados. Papá tiránico, papá colérico, papá ogro convertido ahora en un muñeco viejo y acartonado. Papá un idiota, una estatua de sal tras el ictus irrecuperable.

Lucía aparece con la cerveza, ya ves, pobre, sigue igual, terminar así, con el mal genio que tenía, cómo no lo vas a recordar, menos mal que Pilar se las apaña bien con él, su dineral nos cuesta y gracias, sobre todo a ti, pero los domingos, los domingos se hacen pesados, todo el día aquí encerrada, imposible dejarlo solo, cuando menos lo esperas se levanta, aún tiene fuerza, no vayas a creer que porque se haya quedado en la mitad, y está tan torpe, que si no coordina, dice el médico, a trompicones va, y entonces no sabes los moratones que le salen, la medicación ésa para la sangre, qué te voy a contar, tú trabajas con médicos, cualquier golpecito de nada, pero no, no te apures, no lo llevo tan mal, y además si no pasa nada el mes que viene estará en la residencia, ya queda poco, suspira, qué alivio, todo está bien, todo está bien.

Papá ha comido su papilla hace rato y ellos se sientan a la mesa junto al ventanal. Lucía tiene buen aspecto, aunque diga acusar el cansancio por su inexperiencia en la gestión de la panadería, aunque la cicatriz que afea su rostro desde su nacimiento siga surcando la carne pálida desde la nariz al labio. La pequeña Lucía, siempre dócil, siempre tierna, siempre obediente. En su mansedumbre, en sus estrepitosos fracasos escolares esposándola a la harina y el pan, en su falta de interés por los chicos, fruto sin duda del desconfiado apocamiento que, año tras año, se anudaba con mayor tenacidad al reflejo tan frecuentemente estudiado de la cicatriz en el espejo del baño, se alberga para Andrés el número contable de los factores despejando las incógnitas a tantos porqués: por qué Lucía no logró abandonar el nido a menudo inhóspito, por qué cedió a las presiones de mamá que empezaba a enfermar renunciando al proyecto del piso en alquiler, por qué tras su muerte consintió de nuevo, sólo unos meses más, hasta que papá se habitúe a la idea, papá ya viejo y cansado, pero papá gastando todavía ese perro humor de mil demonios, ese aquí mando yo, ese egoísmo tiránico y autoritario. Y de improviso el ictus, de improviso papá inútil y desvalido. No, Lucía no sabe aún qué hará cuando ingrese en la residencia, puedes quedarte en esta casa, no faltaría más, todo el tiempo que quieras, sólo cuando tú lo decidas ponemos en marcha los trámites de venta, podrías incluso pagarme una parte y quedarte a vivir aquí si lo prefieres. Lucía deniega con contundencia mientras mastica el pollo y lanza la vista hacia papá, no, eso ni en broma, demasiados malos recuerdos, para luego mirar a Andrés durante unos instantes y devolver los ojos al tenedor y el cuchillo trajinando en el plato.

Desde la cocina llega el rumor de la radio, de Lucía canturreando mientras friega y prepara café. Andrés se levanta, se dirige con sigilo hacia papá y se sitúa frente a él, poniendo sus manos sobre las suyas, que yacen laxas, frías, inmóviles sobre los muslos. Papá impasible, las pupilas fijas chocando ahora con su suéter negro de algodón. Con cuidado le desanuda el batín, le desabrocha la camisa, le sube las mangas. Ahí están. Dios. Dios. El rostro de Andrés se desencaja, bajo su esternón el punzón lacerante del horror haciendo por fin acto de presencia, aniquilando en su contundente manifestación la esperanza de la fantasía malévola, de la sospecha delirante y mezquina. Sobre la piel fofa, las manchas informes de color violáceo, las huellas delatoras, irrefutables, más recientes, más antiguas y amarillentas, de unos dedos pellizcando con saña, retorciendo la masa blanda, apretando con injustificada dureza, acaso abofeteando la carne flácida. Oh, Dios. Sus manos tiemblan gelatinosas al recomponer con idéntico cuidado las ropas de papá impertérrito, papá indefenso, papá muñeco viejo y acartonado maltratado por una niña enloquecida capaz de la más terrible atrocidad. Papá, de pronto, vencida la cabeza sobre el respaldo y los párpados cerrados. Papá que, al apartarse Andrés de su cuerpo, mira otra vez al frente, los párpados ya abiertos, los globos estáticos, tan ciegos como antes a los suyos.

Los brazos de Andrés reposan con fingida calma sobre el mantel cuando Lucía llega con la bandeja del café. La deposita con cuidado en el centro. Del sillón emerge un leve ruido nasal. Espera un segundo, el paquete de kleenex saliendo del bolsillo del delantal, hasta hay que sonarle como a un crío, pobre, se inclina sobre papá tal y como él apenas hace unos minutos, sopla papá, sopla. Y mientras le limpia la nariz, Andrés observa sorprendido cómo la mano derecha de papá cobra de repente vida y se encamina, como impulsada por un lejano automatismo, pausada, casi parsimoniosamente hacia Lucía, hacia la falda de Lucía, hacia la cadera de Lucía. La cadera que entonces se contorsiona con un extraño, huidizo movimiento y se sustrae ágilmente a la mano extendida. Una mueca de viva repugnancia, de virulento asco, contrae las facciones de Lucía de regreso a la mesa, Lucía que baja la cabeza al intuir sobre ella la mirada de Andrés, Lucía que se precipita sobre la cafetera para servir el café y formula una pregunta ya formulada y respondida en algún momento.

Sobre la secuencia aún sostenida en sus retinas que enlaza mano y cadera en fuga se abalanza un tropel de imágenes desterradas, sepultadas en el cajón más recóndito de ese armario oscuro donde Andrés se esfuerza por encerrar bajo llave, con reconcentrado tesón desde que memoria y olvido le asisten, sus más inquietantes, desdibujados recuerdos. Lucía sacudiéndose esa mano más joven que, apoyada en su cintura, se desliza como al descuido hacia su nalga. Lucía soltándose bruscamente de esa mano menos arrugada que, agarrada a su brazo, parece intentar rozar con el dorso de los dedos su pecho adolescente, mientras papá bromea sobre su aspereza, Lucía cardo borriquero. La repulsión mal disimulada en los labios de Lucía al besar las mejillas de papá al acostarse, forzando a su talle delgado a guardar una insólita distancia de su tronco rechoncho. Lucía, aquella tarde en que papá había regresado de la panadería horas antes de lo habitual, ella sola en casa, él borracho tras la comida de celebración, encerrada en su cuarto, un ovillo prieto en un rincón, llorando en silencio, abrazándose con fuerza las rodillas, mordiendo la cicatriz del labio hasta hacerlo sangrar, rehusando contar el motivo de su llanto. Lucía, la pequeña y dócil y mansa Lucía.

Cuando arranca el motor es su propio llanto el que se desata, las lágrimas empañando las manchas violáceas, las facciones contraídas de Lucía, la cicatriz partiendo su labio, el timbre de la voz de Pilar, el de su voz mañana, mintiendo, garantizando la inocencia de Lucía, asegurando la naturaleza accidental, inevitable con la medicación, amenazando con el despido inminente si no desecha ocurrencias perversas, llamando a primera hora a la residencia, tratando de acelerar, cueste lo que cueste, el ingreso de papá. Ni un domingo más Lucía a solas con él. Ni un domingo más Lucía enloquecida, enloquecida pero no atroz, enloquecida pero quién afirmaría que culpable, por la ira y la rabia. Por el dolor durante largos años macerado en insensata, brutalmente ritual, enfermiza, pero quién osaría decir que incomprensible erupción.

Algo se encoge en sus pulmones al contemplar el reloj en el salpicadero: todavía hoy es domingo, todavía restan horas de domingo. Y a punto de pulsar el intermitente para emprender el trayecto, su rostro a medio recomponer se desencaja de nuevo al descifrar la idea confusa que apedrea su frente desde que entrara en el vehículo: que en la cabeza vencida de papá sobre el respaldo del sillón no hablara queja alguna por el sutil, demorado martirio; que sus párpados cerrados por unos segundos tan sólo revelaran el resignado, apenas consciente asentimiento de un minúsculo, acaso último resquicio de claridad en el espíritu moribundo, a la ley que dictamina la devolución de mal por mal, de crimen por crimen, de abuso por abuso y maltrato por maltrato. Por más que, junto a tantas y tan infinitas variables, el imparable flujo del tiempo, también el germinar por su causa de flores podridas en heridas incurables, nieguen el equilibrado intercambio en su nombre de ojos por ojos y dientes por dientes.


domingo, 6 de febrero de 2011

Infidelidad


Imaginémonos en la situación común de los celos: repentinamente me entero de que mi compañera ha tenido una relación con otro hombre. Bien, no hay problema, soy racional, tolerante, lo acepto...; pero entonces, irremediablemente, las imágenes empiezan a abrumarme, imágenes concretas de lo que hacían (¿por qué tuvo que lamerle precisamente ahí?, ¿por qué tuvo que abrir tanto las piernas?), y me pierdo, temblando y sudando, mi paz se ha ido para siempre.

"El acoso de las fantasías", Slavoj Zizek


Hay quien ha observado, y tal vez no sin razón, que esta época de creciente trivialización y mercantilización del sexo, convertido en instrumento al servicio del cada vez más exacerbado narcisismo individual, lleva aparejada un debilitamiento del poder destructor de la infidelidad en las relaciones amorosas. Sin embargo, la historia del cine y la literatura, tanto en el pasado como en el presente, abundan en narraciones que pretenden retratar esa fuerza devastadora poniendo de manifiesto una verdad que todavía algunos -quizá esos a los que Houellebecq calificaba irónicamente de seres con valores desviados que siguen asociando sexualidad y amor- estarían dispuestos a aceptar: nada, absolutamente nada en una relación amorosa, se perdona tan difícilmente como una infidelidad. Y no solamente porque la infidelidad suela acompañarse de la mentira, el engaño y la idea obsesiva de la traición: es un hecho que ninguna mentira, engaño o traición parecen minar tan dolorosamente los pilares de una relación amorosa como los que invariablemente se ligan a la infidelidad.

Aun a sabiendas de la complejidad de esta cuestión, podría plantearse que la infidelidad abre una herida más profunda que cualquier otra en el vínculo entre dos personas por suponer la ruptura y disolución de aquel principio que precisamente las define como miembros estables y comprometidos de una relación amorosa: el de compartir en recíproca exclusividad -en un doble sólo contigo y nada más que contigo- el terreno de la intimidad física en todos aquellos aspectos que, incluyéndolas, van también más allá de las prácticas estrictamente sexuales. Un principio que, por su parte, se presenta fundado en la evidencia de que esa intimidad física constituye el inevitable e irreemplazable ámbito donde cobra expresión el sentimiento amoroso de carácter erótico. Por mucho que el sexo -nada más lejos de mi intención negarlo- pueda ser practicado con independencia del amor, como mero entretenimiento, como ejercicio narcisista de búsqueda de placer físico o satisfacción emocional, la ecuación inversa carece de validez: no hay amor de pareja sin deseo, sin deseo de intimidad física con el otro, en ausencia de toda inclinación hacia el sexo. De ahí que la infidelidad de uno de los miembros de la pareja tienda a ser interpretada por el miembro engañado como signo de pérdida o menoscabo del amor que los unía: allí donde el sexo se concibe como expresión del amor, la apertura del territorio de la intimidad física reservado a la pareja a una tercera persona significa insuficiencia de amor, insuficiencia del deseo indisolublemente ligado al amor, en aquel que ha roto el pacto tácito o explícito de exclusividad que antes operaba como garante y prueba de ese mismo amor.

Cabría preguntarse por qué es el sexo y no otra cosa lo que determina de forma generalizada la unidad sustancial de la relación amorosa de pareja. Por qué ésta convive sin problemas con una multitud de terceros en lo que respecta a compartir risas, complicidades, conversaciones intensas, incluso íntimas, borracheras o partidos de fútbol, pero no tolera intrusos en el dormitorio. O por qué los amores filiales, fraternos, paternos y maternos, justamente por hallarse desposeídos del componente sexual -y aquí manda además la interdicción ancestral- se prodigan sin conflicto sobre más de un individuo, mientras que el amor de pareja reclama una celosa exclusividad contundentemente plasmada en la demanda de exclusividad sexual. Y también por qué, en este preciso ámbito, se produce ese insidioso acoso de las fantasías que, según Zizek, nos hace sudar y temblar, hurtándonos la capacidad de razonamiento, arruinando toda nuestra paz, ante la mera imaginación del ser amado en brazos de otro.

No creo que la respuesta a tanto interrogante sea sencilla. Y quizá no lo sea porque en la esfera del deseo y la sexualidad habita uno de los núcleos más oscuros y enigmáticos de nuestro ser, frente al cual más desprovistos nos sentimos de herramientas para interpretarnos, para comprender los mecanismos que impulsan nuestras más íntimas inclinaciones y apetencias, para discernir quiénes somos o debemos o queremos ser en esa selva espesa y confusa. Ahora bien, lo que sí considero hasta cierto punto indiscutible es que en esa oscuridad, y en su estrecha e igualmente misteriosa alianza con el amor, anida un haz de fuerzas de enorme potencia capaz de elevarnos hasta lo más alto o de abocarnos a la más terrible de las miserias.



De la miseria que puede traer consigo la infidelidad, así como de las tenebrosas fuerzas que con ella se desatan, quiere hablarnos la película Infiel, dirigida por Liv Ullmann a partir de un guión de Ingmar Bergman. En Infiel, Marianne, una actriz de teatro, relata a un viejo escritor que invoca su presencia fantasmagórica su relación adúltera con David, director y autor de obras de teatro y mejor amigo de su marido, Markus, un brillante director de orquesta de fama internacional. Pero Marianne no es el producto de una fantasía del escritor. En el anciano solitario de mirada triste acabaremos reconociendo a su amante David, en parte responsable de su muerte temprana. Y en la descarnada narración de Marianne, una suerte de crudo ajuste de cuentas de David con su pasado que, dando voz al recuerdo de su amante, se sitúa por fin en la perspectiva que en vida de ella, y acaso nunca antes de ese momento al que asistimos, supo o quiso adoptar.

En el intervalo de uno de los constantes viajes de Markus al extranjero, Marianne se encuentra casualmente con David, que atraviesa una etapa difícil tras su divorcio. Haciéndose cargo de su malestar, Marianne lo invita a su casa, donde ambos conversan largamente. Marianne aprecia sinceramente a David, su afecto por la pequeña Isabelle, hija de su matrimonio con Markus, y describe su relación con él como la de dos hermanos. Hasta que él le pregunta si puede dormir con ella esa noche. Desconcertada, Marianne se burla primero y después accede. Y, en efecto, ambos duermen como hermanos, con tan sólo una mano entrelazada. Pero al despertar Marianne observa el rostro dormido de David y percibe el nacimiento en ella de un sentimiento poderoso e indescriptible. ¿Qué hacer ante él? Aunque Marianne se muestra perfectamente consciente del peligro de atenderlo y alimentarlo, toma la decisión de no dejarlo caer en el vacío. Varios días más tarde propone a David una estancia de tres semanas en París, con el pretexto de una beca que le han concedido, mientras Markus emprende otra gira internacional. Se trata, pues, de un adulterio por completo organizado y planificado, una aventura que ambos vivirán apasionadamente, sólo empañada para Marianne por breves momentos de angustia presididos por la imagen de Isabelle y la intuición del daño que su adulterio habrá de infligirle.


De vuelta en Estocolmo, los amantes se distancian. Pese a que se adivina cierta insatisfacción en su matrimonio a causa de las continuas ausencias de Markus, Marianne desea en el fondo volver a la normalidad. Sin embargo, tras otro encuentro casual, la relación con David se reanuda. No sin el lastre de un ambivalente sentimiento de culpa, el adulterio se integra en la cotidianidad de Marianne, que acude al piso de David dos veces por semana. Una tarde Markus aparece en él cuando los amantes duermen. Declara que ha sabido prácticamente desde sus inicios del idilio entre Marianne y David, y que confiaba erróneamente en su carácter pasajero. Desmadejado por la ira, anuncia que va a comenzar un doloroso proceso para Marianne. Y así sucede: Markus solicita el divorcio y también la custodia total de Isabelle. Marianne se va a vivir con David, separada de su hija y angustiada por la posibilidad de perderla. Tras un cruento litigio que se prolonga durante meses y en el que Markus, favorecido por la justicia, se niega a hablar con Marianne, una noche la llama por teléfono. Quiere verla, a solas, para hacerle una propuesta relativa al futuro de Isabelle. La niña está sufriendo con la situación y sólo desea lo mejor para ella. Ante la aceptación de Marianne, David estalla en un incomprensible ataque de celos.


Marianne regresa de su cita con Markus con el rostro desencajado. David la somete a un torturante interrogatorio con el que Marianne confiesa haber conseguido la custodia de Isabelle a cambio de follar con Markus. Ésta era su aberrante, obscena propuesta. Markus ha perpetrado su venganza por la infidelidad de Marianne forzándola a la infidelidad que malogrará irremediablemente su relación con David. Asediada por las preguntas de éste, Marianne admite que Markus ha insistido en el acto sexual hasta llevarla al orgasmo. David se desmorona internamente. Sufre desde hace mucho el dolor amargo de una herida que ahora, con las declaraciones de Marianne, sangra profusamente emponzoñando su amor por ella: en París, incitada por él a hablarle de su vida sexual, Marianne le confió ingenuamente que nunca nadie le había dado tanto placer como Markus, con quien llegaba a perder el sentido tras alcanzar el orgasmo. Los esfuerzos de Marianne para que David entienda y se haga cargo de la vejación a la que ha sido sometida por Markus se revelan inútiles. Siempre celoso de su matrimonio por el intenso placer sexual que Markus le proporcionaba, humillado por la infidelidad cometida a sus ojos por Marianne, David acabará meses más tarde pagándole con la misma moneda y aniquilando su relación. Tampoco ella podrá soportar su infidelidad.


En Infiel la infidelidad, alumbrada desde el foco de su componente más nítidamente sexual, es el claro desencadenante de la ruina de las existencias de sus protagonistas. Ninguno de ellos es capaz de perdonar la infidelidad de los seres a los que aman y el sufrimiento que ésta les provoca les conduce al desastre. Pero Markus es sin duda el personaje más enajenado por su causa. Tras su suicidio, Marianne descubre que Markus ha tenido una amante estable durante los once años que ha durado su matrimonio. Sin embargo, el daño producido en él por la infidelidad de Marianne lo ha convertido en un ser cruel y despiadado, que incluso ha intentado que la pequeña Isabelle se suicide con él para arrebartársela definitivamente. ¿Por qué Markus, él mismo infiel y sumergido en el juego de una doble vida, ha sido incapaz de aceptar su relación David? ¿Por qué ha querido destruirla tan brutalmente si Marianne sólo puede ser acusada de la misma falta cometida por él durante tantos años?

Me temo que aquí la descripción de Zizek que encabeza este post adquiere plena vigencia. Ante la infidelidad del ser que amamos, nuestro lado racional se ve anulado, obnubilado por el asalto de un pertinaz batallón de imágenes insufribles, insoportables, intolerables, que nos pierden y alienan de nosotros mismos y de toda posible paz. No me cabe la menor duda de que algunos seres humanos logran en mayor medida que otros hacerse con el control de esas imágenes, ahogarlas en el mar del olvido, o aprender a convivir con ellas. Pero tampoco se me escapa que nada de todo ello será alcanzado, si es que se alcanza, sin grandes dosis de voluntad y sufrimiento. Y que, según muestra la película Infiel, resulta en cualquier caso necesario asumir tanto el peligro de sucumbir al poder de las fantasías como las consecuencias que esa derrota traería consigo.