lunes, 28 de mayo de 2012

Esclavitud


Por temor a perder una vida mutilada, en su asfixiante limitación siempre algo más que la llana y negra nada, fueron esclavos los esclavos de antaño. Donde la fría ley castiga implacable la insumisión con la muerte, se comprende su resignada inclinación a la obediencia. Cifrado en la extinción definitiva el precio de la rebeldía, se adivina el miedo ancestral capaz de trocar su germen incipiente en paciente docilidad y blanda mansedumbre. Nacían los esclavos de entonces antes al miedo que a la vida. Quizá por eso se aferraban con fuerza a sus despojos, arrojados con cretina benevolencia por sus dueños como a los perros las sobras al caer el día. Y en los retazos de goce arañados por los resquicios a la servidumbre, atesoraban escuetas, aun así valiosas monedas doradas que apuntalaban el sentido de su existencia. No por otra razón podían festejar en el mendrugo de hoy la mayor ternura del pan en contraste con el recuerdo del engullido ayer.

También el temor a perder es el amo espectral de los espíritus esclavos que han poblado y poblarán la frágil densidad de esta tierra en cualquiera de sus épocas y coordenadas. Sin cadenas en torno a sus tobillos viven atados, y atados se someten y obedecen pese a la ausencia de sogas rugosas lastimando sus cuellos, de espadas afiladas pendiendo sobre sus cabezas ante la tentación de la insubordinación o la huida. A salvo está del derramamiento la sangre que recorre sus miembros, la piel intacta del vértigo cortante del látigo. Pero una vez la vida desnuda se sabe a resguardo, nunca deja de construir sobre su suelo primario un universo variable de posesiones dispares, de pertenencias materiales y bienes invisibles, de dominios en propiedad o usufructo, cuya totalidad conforma ante nuestros ojos la figura aproximada de la vida vivible, la estampa difusa de la vida habitable según los criterios del expansivo corazón humano más allá del rítmico e inconsciente golpeteo que en nuestras muñecas revela su mecánico latido. Ninguna otra causa que el miedo por el angostamiento y posible desaparición de esa figura explica el temblor imperceptible en la cabeza inclinada del alma esclavizada dentro de un cuerpo libre. Las ataduras que paralizan la justa respuesta al ultraje llovido desde las alturas. El acatamiento de órdenes y directrices que sujetan, coartan, y hasta humillan los propios deseos en su rebaja.

De la natural indefinición de sus contornos, de su necesaria laxitud en continuo ajuste con las circunstancias, también de la versatilidad de cada experiencia individual en medio de la masa amorfa, se sirven los señores del poder en su enfermiza avidez por obtener crecientes beneficios del sudor del rebaño. No importa bajo qué pretexto ficticio: siempre cabe intentar recortar, una vez más, un poco más, los límites de la figura. Cuentan para ello con la tenaz alianza, con la sempiterna complicidad de los espíritus esclavos. Tras contemplar la dentellada en la figura, y aun en medio de los gritos por la merma y el acuse de la pérdida, sus corazones cautivos suelen forzarse al olvido de la silueta original ahora cercenada, ansiosos por recobrar, tan pronto como les sea posible, la obligada alegría por las posesiones que todavía les restan. Una vez contabilizados cuidadosamente los daños, alaban en público su suerte y en público se recriminan sus primeras quejas y las de sus vecinos, apresurándose a comparar la mayor cuantía de sus pertenencias con las atribuidas a la indigencia. Incluso los hay que gozan íntimamente del deterioro de la vida vivible, recreándose en la idea de la proeza que se asocia al esfuerzo incrementado, idénticos a camellos que presumieran de la más pesada carga que soportan sus jorobas mientras la tensión extrema de los músculos amenaza con la quiebra de los huesos. Son los que se jactan con orgullo de la aceptación jovial del mazazo, y se felicitan por el trabajo bien hecho en condiciones adversas. Nunca faltan, tampoco, quienes se abrazan a la reconfortante sensación de descubrirse víctimas impotentes de un Mal imbatible y todopoderoso que, por fin, legitima la tediosa letanía de sus antiguos lamentos. De llegar a intuir en sus pechos el pálpito ardoroso de la rebeldía, los espíritus esclavos concentran sus energías en aniquilarlo, amedrentados por la fantasía de la acción subversiva poniendo en peligro lo poco o mucho que aún les pertenece. Acobardados de igual forma por la imagen de la rabia que nutre esa rebeldía emponzoñando su menguado pero precioso, sagrado tiempo de asueto. Ése que se le escatima en un robo de proporciones tan descomunales como estúpidamente consentidas, si no otra cosa que tiempo es la sustancia misma de la vida, y su forzosa dilapidación desmedida a cambio del sustento la estafa más letal de la que podemos ser objeto. En cada minuto que nos hurtan, un minuto menos de esta vida nuestra y única de días contados por la muerte.

Por ello, ante la propuesta de insurrección, de organización de la resistencia y la lucha por reconquistar los espacios usurpados en el momento en que la estrechez impuesta comienza a percibirse inhabitable, los espíritus esclavos miran hacia otra parte: maquinan estrategias para redecorar sus moradas, cubriéndolas de espejos que embauquen a los ojos, mullendo las paredes con algodones que enmascaren su opresivo encogimiento. Cuando se acercan a participar en el debate, se aprestan aun sin quererlo a desarticular la iniciativa acumulando objeciones, proclamando peros, enlazando argumentos que revelen la inutilidad de la batalla, anticipando consecuencias nocivas sin duda probables pero en cualquier caso inciertas, pregonando como única opción la moral bovina del aguante y el manual de supervivencia bajo el brazo del sálvese quien pueda. Por los rincones, osan criticar secretamente la pueril debilidad de quienes rechazan convertirse en mulas de carga. Aprovechan los más aviesos para arrimarse con disimulo a las élites del rebaño: en medio de la revuelta, intentan rascar para sí algún que otro privilegio que aligere su particular apretura.

Que nadie se llame a engaño: si poseer es igual a temer perder, aún no ha visto la luz criatura humana que no albergue en su interior el espíritu del esclavo. Tan íntimamente arraigado a sus entrañas que la vana pretensión de aniquilarlo debe ser de inmediato desechada. Pero el reconocimiento de su existencia queda muy lejos de la afirmación de su omnipotencia. Frente a este ineludible compañero de fatigas, todo estriba en impedir que se apodere de las riendas que dirigen la voluntad y marcan la decisión. En atreverse a contrarrestar su fuerza invariablemente reactiva. Arriesgándose a desoír su voz temerosa allí donde la obediencia y el acatamiento prudentes, dominados por el miedo a la pérdida y el afán de conservación de apenas unos cuantos escombros, equivalen, en impoluta ecuación, al consentimiento de la pérdida fatal, quién sabe si algún día reparable: la que menoscabará en sus trazos esenciales la figura mínima de la vida vivible para reducirla a esos mismos escombros.

domingo, 13 de mayo de 2012

Amor paradójico, amor imperfecto


Hablar del amor es siempre partir del desorden interior de cada uno.

Dos grandes proyectos de emancipación del individuo se han trazado por la senda de ese sentimiento tan celebrado como vituperado, tan ansiado como denostado en su fracaso que es el amor. El primero vio la luz en torno al siglo XVIII, cuando comienza a rechazarse la institución del matrimonio entendido como contrato comercial, y contra esta “prostitución legal” –así lo calificaría Stendhal– más propia de mercancías que de individuos, se reivindica la idea del matrimonio por amor, de la libre unión de los esposos sobre el pilar único de la atracción y el sentimiento. El segundo nos queda mucho más cerca en el tiempo y se resume en la fórmula revolucionaria del “amor libre” gritada a los cuatro vientos a finales de los sesenta. Fue la época de la afirmación radical del deseo amoroso más allá de cualquier institución, tradición o lazo contractual. De la liberación sexual, convertida en la expresión más pura del yo y sus afectos, en beligerante ruptura con las reglas morales y sociales que hasta entonces habían encerrado el amor entre las rejas presuntamente represoras de la pareja y la familia. Con la mirada puesta en el horizonte de una transformación utópica y benefactora de la humanidad, tuvo lugar una alocada exaltación de la libertad individual ajena a todo límite, entregada por completo a su expansión pulsional y libidinosa en confrontación con el orden establecido, que incluso llegaría a sospechar del amor allí donde éste afloraba, corrupto, aún encadenado a los ingredientes –la exclusividad de la pareja, el vínculo estable, los celos– del caduco matrimonio burgués.


No obstante, y a pesar de las significativas transformaciones que han experimentado a partir de la revolución sexual de los setenta, en la actualidad ni el matrimonio, ni la familia, ni la exigencia de fidelidad en la pareja han desaparecido. Según Pascal Bruckner, autor del brillante ensayo La paradoja del amor, porque las proclamas del mayo del 68 no sólo no lograron desplazar las viejas costumbres de las generaciones precedentes, sino que contribuyeron a crear un nuevo ideal del amor en el que, en abierta y en ocasiones sangrante contradicción, conviven ambos proyectos de emancipación. Los hombres y mujeres del siglo XXI somos, así, los perplejos herederos de dos exigencias en su concepto incompatibles y que explican la profunda desorientación que padecemos en materia amorosa: por un lado, queremos ser libres y autónomos, no depender de nada ni de nadie, permanecer abiertos a toda posibilidad, ser dueños de nosotros mismos; por otro, deseamos amar fervorosamente y ser fervorosamente amados, vivir pasiones arrebatadoras, entregarnos a la aventura del amor y que éste mantenga eternamente su llama en la seguridad del hogar.

Nos debatimos entre el afán de autosuficiencia y el temor a la soledad que supone el no sabernos necesitados por nadie. Entre la voluntad de realizarnos sin cortapisas ni ataduras y la de contar con un cálido y vivificante refugio en los brazos del otro. Entre el rechazo a todo compromiso que nos limite y la angustia ante la ausencia de quien desee comprometerse con nosotros. Por ello, si renunciamos por amor a ciertas libertades, pretendemos mantener en todo momento la prerrogativa del alejamiento y la recuperación de la independencia suspendida. Si vemos en el amor una oportunidad, también lo contemplamos con recelo por el potencial peligro que implica de perdernos a nosotros mismos. Porque, con desgarradora duplicidad, aspiramos a extraviarnos en el otro tanto como a preservar en todo caso y bajo cualquier circunstancia la libre disposición sobre nuestra propia vida.

Ésta es la razón por la cual, según el análisis de Bruckner, año a año aumenta el número de divorcios y en la actualidad es frecuente vivir en una suerte de poligamia sucesiva. Las parejas, en su opinión, acaban muriendo antes por exceso de idealismo que de egoísmo: le pedimos demasiado al amor. Pues la pareja no sólo debe enfrentarse a la difícil tarea de compaginar el afán de libertad, individualidad y soberanía de cada uno de sus miembros con la necesidad del tiempo en común, de la diversión compartida, de la vinculación emocional. En la medida en que no hay unión amorosa sin cierto sacrificio de la libertad de elección, de la disponibilidad sobre sí y de la autonomía, demandamos del otro, en pago por esa renuncia, la total satisfacción de unas aspiraciones que terminan por revelarse insaciables. Del otro esperamos éxtasis y estremecimiento, redención y salvación, felicidad perenne y vida constante en las alturas. Que nos reembolse el sacrificio de nuestra soberanía, si puede ser con intereses, demostrándonos diariamente amor ardiente y absoluto desprecio por otros posibles amores. No es extraño, por ello, que los tortolitos se transformen en guerreros vengadores en el momento en que se sienten estafados y, en la separación o el divorcio, reclamen furiosamente la justa compensación por la inversión realizada y malograda. Ni infrecuente que en los comienzos de su relación se comporten en la intimidad de sus conciencias como fríos contables que anotan escrupulosamente el montante de lo dado y lo recibido y hacen balance con regularidad del esperado equilibrio de los haberes y debes. O que el arrobo de los amantes se amalgame con la constante investigación policial del otro en busca de las huellas del crimen potencial, de las pruebas de la traición que fuercen a la liberación de la apuesta fallida y del horror del sacrificio en vano.

A ello se añade el que, tras la experiencia de la revolución sexual, el compromiso de fidelidad se cifre en un precio muy alto: las desorbitadas expectativas depositadas sobre el sexo en pareja. Más que nunca, afirma Bruckner, los amantes cohabitan bajo el imperativo de procurarse gozo recíproco, y tanto para ellos como para ellas, el erotismo se coloca bajo el yugo de la moral de la proeza, de la pericia, de la intransigencia más feroz ante la torpeza del otro. De las utopías del mundo contemporáneo, quizá la más conmovedora, señala con ironía, es la de la durabilidad ad aeternum del frenesí sexual de las primeras etapas del amor, inevitablemente acompañada del pánico ante el natural debilitamiento de la libido. De igual modo que se pretende aunar libertad y dependencia, se apuesta extravagante y atolondradamente por la conjunción imposible de duración e intensidad. De ahí que ese ideal irrealizable del amor nos lleve de decepción en decepción, de fracaso en fracaso y de sufrimiento en sufrimiento. Y si no llega a tanto, no es raro que nos suma en continuas cavilaciones sobre lo que son los amores que vivimos en contraste con lo que pensamos que podrían o deberían ser, y que a menudo nos desborden las dudas que en nosotros suscita la más que probable distancia entre la realidad del amor y su concepto inflacionado.

En “La paradoja del amor”, libro que recomiendo sin vacilación alguna a todo aquel que desee comprenderse mejor en sus experiencias y expectativas sobre el amor, Pascal Bruckner disecciona, con objetividad y un elegante rigor conceptual aderezado de un fino sentido del humor, todos aquellos factores que endulzan y amargan la existencia del individuo del siglo XXI en su dimensión afectiva y amorosa: desde el mercadeo de la seducción que rodea la caza de pareja o del eventual partenaire erótico, pese a la liberación sexual aún dominado por la tiranía de la belleza y de la juventud, hasta la sobrevaloración del hedonismo –el placer produce alegría, pero no enseña nada, sentencia sabiamente Bruckner– que exacerba peligrosamente la búsqueda del goce e incrementa también peligrosamente la angustia de la insatisfacción; desde los sentimientos ambivalentes que en nosotros provocan los fantasmas de los “ex” de nuestras parejas, hasta las nuevas formas –algunas descaradamente intolerables: ¡romper con un sms!- con que se afronta el siempre amargo trago de la separación; desde el imaginario irrealizable que imprime en nuestras mentes la pornografía, hasta la creciente proscripción de la prostitución en manos de un feminismo caracterizado por la intolerancia.

Pero en el ensayo de Bruckner cabe leer igualmente una celebración del amor en el mundo de libertades en que hoy nos ha sido dado experimentarlo, tal y como revelan las deliciosas líneas que dedica a las alegrías de la vida en pareja vivir bajo la mirada tierna del otro, captar su escucha benevolente, atreverse los dos a hacer lo que no osa hacer uno solo… estoy salvado en cuanto el ser amado está a mi lado y se convierte en testigo de mis menores actos… ser aceptado tal como se es, con las debilidades, sin ser fulminado…, o al suicidio programado de los viejos amantes, que se niegan a hacer el último viaje por separado. Y, a mi entender, sus consideraciones son el resultado de una mirada tan extremadamente lúcida como benevolente, que con decisión se resguarda de toda censura, sobre la complejidad del ser humano, que nunca dejará de enfrentarse a sus más elevadas cualidades y a sus más rastreras bajezas en el desafío excitante y cargado de prevenciones del amor. En esta época de desconcierto y amor paradójico, es preciso evitar sucumbir a una última ilusión, advierte Bruckner: la de denunciar el amor como una ilusión. Eso sí: siempre que se acepte que el amor humano es una posibilidad impura, invariablemente imperfecta, ambigua hasta la médula. Y que de poder eliminarse su ambigüedad, se aniquilaría también con ella la fuerza del hechizo que nos impulsa a perseguirlo.



Sobre el modo en que esa ambigüedad puede llegar a agudizarse en tiempos de crisis como los que estamos atravesando, no os perdáis este estupendo corto: