jueves, 31 de enero de 2013

Flexibilidad



Si es cierto que somos el resultado de aquello que hacemos, parece elemental concluir que buena parte de lo que nos define procede del trabajo que cada día realizamos. Por medio de su ejecución nos dotamos de una serie de capacidades, habilidades y conocimientos que nos permiten determinar quiénes somos a partir de las tareas que nos sabemos capaces de llevar a cabo. Al menos en lo relativo a nuestra dimensión laboral, cuanto mejor sea a nuestros ojos el desempeño de nuestras funciones, más alto concepto tenderemos a tener de nosotros mismos. Cuanto mayor grado de compromiso adquiramos con respecto a la labor a ejecutar, tanto más adheriremos la caracterización de nuestro ser a la profesión en la que a diario invertimos un número nada despreciable de horas de nuestras vidas. Por ello, no debería resultarnos extraña la idea de que eso que somos se halla decisivamente condicionado por la forma en que las sociedades que habitamos estructuran la naturaleza del trabajo, regulan sus vías de ejercicio y establecen los mecanismos que articulan la relación que con él mantenemos como trabajadores. 

Precisamente de esta premisa parte el libro “La corrosión del carácter”. A finales de los noventa, el sociólogo Richard Sennet se propuso analizar en él la manera en que el capitalismo de las últimas décadas, a través de la nueva concepción del trabajo que plantea, moldea y produce individuos que no pueden ya preservar, ni como trabajadores ni como personas, los valores, habilidades y actitudes que de ellos se exigía en épocas pretéritas. Ésta es, según Sennet, la época del capitalismo flexible, cuya configuración demanda trabajadores que, como un material dúctil, logren adaptarse a circunstancias siempre nuevas, estén abiertos al cambio, asuman con naturalidad los riesgos que éstos conllevan y se muestren dispuestos a reinventarse a sí mismos en todo momento aceptando el imperativo de movilidad y la imposibilidad de construir una trayectoria laboral lineal y coherente. 

De entrada, la flexibilidad que se impone al trabajador de este nuevo capitalismo se presenta como una negación de la rutina y de los efectos destructivos que ya Adam Smith le atribuyera al reflexionar sobre la alianza entre el crecimiento del mercado libre y la requerida división del trabajo para la mejora de la productividad. Allí donde cada trabajador se especializa en producir tan sólo una de las partes integrantes de un clavo, se multiplica el número de clavos producidos al día. Pero la repetición durante horas de una tarea tan simple y mecánica, reconoce Smith, condena al trabajador al aburrimiento, al embotamiento mental, incluso al embrutecimiento y la degradación, a su juicio incompatibles con el progreso moral deseable para la humanidad. De ahí que este pensador liberal creyera preciso habilitar dispositivos que rompieran con la rutina empobrecedora y alienante de la mayoría de trabajos asalariados. La flexibilidad del nuevo capitalismo se ofrece como la alternativa liberadora de esa rutina, a su vez capaz de eliminar rigideces sociales y conceder a sus trabajadores más libertad para decidir sobre sus vidas. Frente a esta idea, y a través del estudio y exposición de las historias laborales de individuos concretos, Sennet pretende poner de manifiesto cómo la flexibilidad demandada en el actual mercado laboral, fuertemente influido por la tecnología, no sólo no ha eliminado el trabajo rutinario, mecánico y repetitivo, sino que amenaza con destruir la posibilidad de forjarse una identidad profesional, con todas las consecuencias emocionales, morales y vitales que ello conlleva. 

Tal vez el ejemplo más ilustrativo del libro sea el de la evolución de una panadería de Boston que Sennet vuelve a visitar décadas después de haberla conocido. En su primera visita, los antiguos panaderos declaraban no disfrutar de su trabajo, que requería un considerable esfuerzo físico, soportar horarios incómodos y condiciones materiales desagradables. Pese a todo, decían sentirse orgullosos de su trabajo. Dado que se trataba, además, de un trabajo cooperativo, donde el esfuerzo y el buen hacer de cada cual resultaba imprescindible para el logro de sus objetivos, los panaderos se sentían estrechamente comprometidos con su tarea y con el resto de miembros integrantes de la plantilla. Veinte años más tarde, Sennet observa cómo la panadería y sus trabajadores han sufrido una transformación radical. Dotada de máquinas sumamente complejas y reconfigurables según la demanda, fabricar pan ya no requiere más esfuerzo físico que pulsar unos cuantos iconos en la pantalla de un ordenador de fácil manejo. Todo el proceso de elaboración del pan se supervisa a través de otras pantallas, de manera que los trabajadores apenas tienen contacto con los ingredientes o los panes. Los nuevos panaderos no pueden ya definirse como tales, puesto que ninguno de ellos sabe cómo hacer pan. Su trabajo se limita, simplemente, a apretar botones. Aunque todos ellos cuentan con horarios flexibles, no suelen permanecer más de dos años en la panadería. Dada la escasa cualificación que precisa la labor que realizan, sus salarios son más bajos que los de los antiguos panaderos. Pero lo que fundamentalmente les anima a abandonar al poco tiempo el empleo es que dicen sentirse degradados por el modo en que trabajan. Como ninguna de las tareas que realizan les supone un reto, una dificultad o alguna suerte de aprendizaje, no consiguen identificarse con aquello que hacen. En absoluto se sienten comprometidos con ese trabajo rutinario ante el que más bien experimentan un total desapego e indiferencia. Porque aún creen importante verse a sí mismos como “buenos trabajadores”, les desagrada y desorienta no saber en qué consistiría, en esa panadería, ser un buen trabajador si ni siquiera comprenden el funcionamiento de las máquinas ni saben aportar soluciones cuando éstas fallan o se estropean. No existe en ellos sentimiento alguno de lealtad a la empresa, pues tampoco esperan de ella un puesto estable que les permita labrarse una carrera profesional. 

Sennet advierte en varias ocasiones que no es su intención inspirar nostalgia alguna por el pasado ni obviar los aspectos negativos del modo en que en él se organizaba el trabajo. Pero de las reflexiones que va engarzando al hilo de ésta y otras historias, se desprende que entender el presente del mercado laboral pasa por analizar los efectos perversos que el modelo de flexibilidad implantado por el nuevo capitalismo tiene sobre sus trabajadores. En concreto, sobre el modo en que éstos se perciben a sí mismos y tratan de dar consistencia a sus vidas en medio de una dinámica que, por definición, se opone a la permanencia, a la estabilidad y a los objetivos y perspectivas proyectados a largo plazo. Parece evidente que la constante movilidad geográfica que implica la movilidad laboral dificulta la creación de lazos sociales duraderos, que los individuos se esfuerzan por mantener con el sucedáneo de las redes sociales. Los inevitables riesgos que se afrontan con cada cambio son fuente de continua inseguridad e incertidumbre. Tras los horarios flexibles o el fomento del trabajo en equipo, Sennet detecta nuevas formas de control y de ejercicio del poder tanto más eficaces cuanto menos visibles. Y destaca cómo la apuesta por la flexibilidad otorga a los jóvenes, a quienes se considera más tolerantes y maleables, un lugar privilegiado en el mercado laboral en detrimento de los más experimentados: interpretada como signo de rigidez y renuencia al cambio, la experiencia acumulada ha dejado de ser un valor para contemplarse como un obstáculo del que deshacerse en los periódicos reajustes de plantilla. En situación de riesgo permanente y sin que la experiencia pasada les sirva como guía para el presente, el capitalismo flexible ha logrado engendrar en sus trabajadores un nuevo fenómeno: la aprensión al trabajo, que se traduce en constante ansiedad y en tenaz dificultad para encontrar satisfacciones en su vida laboral. 

A todos estos efectos subyace un sistema económico que, para Sennet, irradia indiferencia, puesto que nadie en él puede sentirse necesitado: cada trabajador se sabe enteramente reemplazable, sustituible, intercambiable por cualquier otro. Relegado a la condición de simple mercancía que se desgasta en el corto plazo, sólo podrá sobrevivir en ese sistema si está siempre dispuesto a empezar de cero. Lejos de ampliar las posibilidades de elección de los individuos, la flexibilidad instaura una nueva forma de opresión que, según Sennet, comienza a corroer su potencial carácter. Si por tal se entiende la capacidad de adherirse a una serie de principios y valores, de comprometerse con objetivos a largo plazo y desarrollar la voluntad y firmeza anímica para perseguirlos, el capitalismo flexible resulta por completo incompatible con la producción de individuos con carácter. De sus engranajes tan sólo cabe esperar individuos que asuman vivir a la deriva, en perpetua desorientación y provisional reorientación. Individuos tan desubicados en sus existencias como en sus puestos de trabajo, que renuncien a crecer a falta de suelo estable sobre el que echar alguna suerte de raíces. A falta de caminos de acción cuya duración y sostenibilidad en el tiempo les permita dibujar trayectorias que den sentido y consistencia a sus vidas. 

domingo, 13 de enero de 2013

Inocencia


Sentada sobre la manta gris doblada varias veces sobre sí misma para aislarla del frío del suelo, Lola redescubre cada tarde lo despacio que puede llegar a pasar el tiempo. Se dice que si mirara con atención el segundero del pequeño reloj digital que habitualmente rodea su muñeca, y que ahora descansa en el fondo del bolsillo de su anorak cubierto por otra manta azulada, lo vería detenerse en algún momento, paralizado sobre cualquier cifra, el dieciséis, el treinta y uno, el cincuenta y ocho, desafiando burlón la mecánica invisible de su interior para demorarse durante varios segundos en alguno de los números antes de cambiar al siguiente. O tal vez observaría el enlentecimiento de la cadencia que impulsa el cambio de una cifra a otra, cada dígito prolongando indebidamente su presencia sobre la diminuta pantalla, resistiéndose remolón a abandonarla antes de ceder su puesto a los demás. A menudo hace la prueba cuando la maestra se embarca en una de sus larguísimas explicaciones, mientras llena la pizarra de interminables palabras ordenadas en esquema, cuando sus compañeros de clase leen por turnos, en voz alta, del libro de texto. Pero nunca ha conseguido pillar al reloj haciendo trampas. Quizá es que nunca ha podido espiarlo durante el tiempo suficiente, la maestra siempre acaba llamándole la atención, Lola no te distraigas, Lola deja de mirar el reloj y atiende, Lola qué haces que no estás copiando. Pero está segura de que si lo sacara del bolsillo y lo vigilara sin apartar de él la vista durante las horas en que permanece sentada sobre esa manta, antes o después se le revelaría el engaño capaz de explicar por qué en ocasiones el tiempo se dilata y adensa como una enorme y pesada bola que sólo con ímprobo esfuerzo se lograra hacer rodar. 

Por eso, aunque papá se lo ha prohibido terminantemente, tú siempre con la cabeza gacha, Lola, no mires a la gente, a ratos se distrae alzando los ojos por entre el flequillo hasta las piernas de los viandantes, no más arriba de las caderas, y juega a imaginar, por el tipo de ropa que viste sus extremidades, cuál será su atuendo completo, si serán jóvenes o viejos, incluso si serán guapos o feos o el posible destino de sus pasos. Sobre todo le gusta fantasear con las piernas femeninas enfundadas en medias y que caminan sobre zapatos de tacón, aunque en estos días invernales abundan más los leotardos y las botas, o los pantalones que se pierden por dentro de botas altas y estilizadas. Los zapatos de tacón hacen un ruido inconfundible sobre el pavimento, de manera que puede anticipar su aparición en el campo de visión que le ofrece su cabeza quieta e inclinada y tratar de adivinar su color, su forma o la altura de sus tacones. Sobre algunos de ellos le parece prácticamente imposible caminar, aunque sus portadoras, que generalmente llevan faldas ceñidas que asoman bajo los abrigos, no muestran dificultad alguna en hacerlo. A veces pasean con languidez junto a piernas que terminan en lustrosos zapatos de cordones de hombre, probablemente sus maridos o quién sabe, piensa divertida, si a lo mejor sus amantes. Otras taconean solas con más apresuramiento, quizá de vuelta a casa después del trabajo o de permitirse algún capricho cuando llevan alguna bolsa de plástico brillante o de papel satinado. Son las mujeres con tacones, que se figura de la edad de su madre o algo mayores, las que más a menudo detienen sus pies ante ella por un instante para depositar una moneda dentro del recipiente de plástico que yace, junto al cartel de cartón, sobre la esquina izquierda de la manta. Las monedas que Lola guarda cuidadosamente en el otro bolsillo de su anorak cuando empiezan a acumularse. Por más que diga mamá, no consigue imaginarse a sí misma en un futuro con unos zapatos de tacón, de ésos negros y aterciopelados que tanto le atraen. Pero también ha visto botas preciosas de tacón bajo que le resultan muy elegantes. Cuando sea mayor y trabaje, lo primero que hará será comprarse unas de ésas. 

Nota sus miembros entumecidos por la inmovilidad y el frío a pesar de la manta, y tiene la sensación de que son ya infinitos los pensamientos, las historias a propósito de pies, piernas y zapatos que ha inventado desde que las farolas de la calle iluminan la oscuridad temprana. No puede faltar ya tanto, suspira reconfortada, para que papá, apostado en la acera de enfrente, recoja sus propias mantas y cruce a buscarla. La impaciencia por que llegue ese momento aún se entremezcla con el temor a que, mientras la ayuda a alisarse los pantalones del chándal, a plegar las mantas y el cartel para introducirlos en una de las dos bolsas deportes que lleva consigo, alguien vuelva, como aquella tarde, a increparle y amenazar con llamar a la policía. Pero no le da vergüenza, caballero, es que esto es un delito, gritaba aquel hombre vestido de traje y corbata mientras su padre, sin atreverse a enfrentar su rostro, con esa expresión de tristeza que a menudo atisba en él, atravesada a un tiempo por una contenida mueca de ira, preguntaba para el cuello de su chaqueta, y qué quiere que haga, y qué quiere que haga, una y otra vez. Y así continuó durante buena parte del largo trayecto de regreso hasta que se paró en seco y se inclinó ante ella para mirarla muy fijamente a los ojos con los suyos brillantes de lágrimas, tú lo entiendes, verdad, Lola, decía, te lo hemos explicado muchas veces, lo entiendes, verdad, hija, el dinero es para ti, ya lo sabes, ahora no tenemos otra forma de conseguirlo. Y ella, todavía muda por el nudo que apretaba su garganta desde los gritos de aquel hombre, sólo alcanzó a asentir con fuerza con la cabeza hasta que su padre, después de abrazarla, se levantó por fin y reanudaron la marcha. 

Aquella noche, mientras ella bostezaba sobre el cuaderno sentada a la mesa de la cocina de la abuela, ésta renqueaba de un lado a otro preparando la pasta de la cena y Dani, frente al televisor de la salita, pintarrajeaba con sus ceras rotas una caja de galletas vacía y se quejaba lloroso de cuando en cuando de que tenía hambre y de que no quería otra vez pasta, que ya estaba harto de la pasta, papá fue al dormitorio que antes era de la abuela y que ahora utilizaban ellos, a ver si mamá ya había despertado después de volver del hospital, y los oyó discutir y llorar. Primero parecía que gritaba uno y lloraba el otro. Luego al revés. No era la primera vez que sucedía aquello. Tampoco esa vez fue la última. Pero Lola se acuerda especialmente de esa noche, quizá porque aún se sentía sobrecogida por las amenazas del hombre con traje y corbata. También porque, a pesar de que la abuela, como siempre en aquellas ocasiones, se había puesto a canturrear una copla para ahuyentar de sus oídos el sonido de las voces y los sollozos, creyó oír a su madre diciendo algo así como que mejor estaría muerta, que no tenía nombre lo que le estaban haciendo a la pobre Lola, mi niña, la llamaba, pobrecita mi niña, que ni para puta servía en su estado, la palabra puta la oyó tan claramente que se sonrojó, que en cuanto mejorara un poco se iba a hacer la calle sí o sí y se pusiera él como se pusiera, cualquier cosa antes que eso, que no existía carga más inútil que ella. Lola intentaba en vano resolver la multiplicación, dudaba hasta de cuánto eran cinco por cinco. Mirando la fila de cajas de medicamentos que se alineaban, pegados a la pared, sobre el banco de la cocina, hay que ver el dineral que cuestan ahora, se indignaba constantemente mamá, se le vino a la mente la imagen de ella, Dani, papá y la abuela vestidos de negro, ante un ataúd que contenía el cuerpo de su madre muerta, su rostro impasible, como dormido, los párpados cerrados que ya nunca, nunca más se abrirían. Los números a lápiz sobre la página cuadriculada del cuaderno comenzaron a emborronarse, a formar una nube brumosa y confusa. Anda, Lola, deja eso y luego terminas, que hay que poner la mesa, dijo entonces la abuela. Y desapareció con su andar vacilante por el pasillo para reaparecer al poco con papá, que le sonreía con los ojos enrojecidos, cómo van esas mates, Lola, después me enseñas lo que has hecho, mamá va a tomarse un yogur en la cama, que está un poco cansada, luego vas a darle las buenas noches. Durante la cena, papá había estado muy cariñoso con ella y con Dani, pero sobre todo con ella, no dejaba de acariciarle el pelo y gastarle bromas. Sólo se puso serio cuando, como casi cada día, preguntó a la abuela si no había llamado nadie durante el tiempo que habían estado fuera, nadie, hijo, te lo hubiera dicho enseguida, que aunque se me vaya un poco la cabeza eso no se me olvidaría. Bueno, a ver si mañana, igual voy otra vez a la oficina de empleo, por si acaso, mamá, no dicen eso de que la esperanza es lo último que se pierde. A Lola le gusta cómo suena la palabra esperanza, aunque a veces piensa que no termina de entender del todo qué significa. 

Otra señora con tacones se ha acercado a dejarle una moneda. Gracias, ha murmurado Lola clavando la mirada sobre sus zapatos, que se han quedado quietos ante ella unos segundos, más de lo habitual, para después alejarse. Desobedeciendo esta vez a su padre, Lola ha alzado y girado la cabeza para observar su figura, su cabello claro recogido en un moño, las piernas esbeltas caminando armoniosamente sobre los elegantes zapatos. Lola vuelve a bajar la cabeza y sus ojos se posan primero en su pierna, desnuda hasta la rodilla donde el borde de la manta cubre los pantalones arremangados, con su calcetín blanco y su deportiva de rayas rojas un tanto ajada, después en la barra metálica que acaba en el pie artificial cubierto por el otro calcetín y la otra deportiva ajada. Alarga la mano por debajo de la manta y roza levemente el metal, que está frío como el hielo. Luego la pierna delgaducha y pálida, casi tan fría como el metal, siempre única y solitaria en su memoria salvo en vagos sueños que se desvanecen al despertar. La voz de su padre la sorprende, anda, Lola, ya está bien por hoy, vámonos a casa a hacer los deberes, que yo te ayudo, estarás cansada, eh, ya guardo yo las monedas de la caja, en casa las juntamos todas, vaya, hay varias de dos euros, qué bien, cariño, siempre me ganas, eh, a ver que te estire un poco más el camal del pantalón, así, ya está. Con las mantas ya metidas en la bolsa, Lola coge el cartel y lo mira antes de plegarlo para ponerlo encima de ellas y pasar la cremallera. “Necesito una nueva prótesis. Gracias”, se lee en él. Las letras le quedaron muy bonitas, se le da bien dibujar, se dice orgullosa mientras toma la mano de su padre y comienza a andar, con la pierna aún un poco torpe después de tanto tiempo sentada.