jueves, 28 de febrero de 2013

Cura


Como las flores bajo la lluvia acerada de punzante granizo, la piel del melocotón maduro al precipitarse sobre la tierra seca, el vaporoso tejido de seda que tropieza en vuelo rasante con la arista mal pulida de la uña: así está nuestra carne endeble de continuo expuesta al desgarrón en la caída sobre el filo cortante de la piedra, a la magulladura contra el canto traicionero de la mesa, a la herida larga y limpia bajo la incisiva presión del escalpelo. Al igual que el cristal fino de la copa contra el metal del fregadero, los huesos prestos al quebranto tras el salto temerario. Al desbarajuste y la infección los órganos con la irrupción del frío y el consecuente debilitamiento de los miembros. También, sin razón precisa o aún definida, a la orgía enloquecida de las células que proliferan en el tumor suicida. 

Ante la patencia del daño, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, disponemos del auxilio de técnicas insólitas o veteranas, de simples y sofisticados saberes. Quizá el agua y el jabón de una mano que acaricia alcancen para la magulladura leve en el patio de juegos. Sobre el rasguño que sangra, la tirita de colores acaba por devolver la sonrisa, deseosa de exhibirla como un galón de guerra, a la carita infantil antes bañada en llanto. Gracias al manejo ancestral del hilo y la aguja penetrándola estratégica, la piel recupera, reunidos los bordes húmedos de la herida, su apariencia firme y protectora. Si se los fuerza con ruda habilidad a tornar a su alineación originaria, la inmovilidad y el trabajo silencioso de las partículas recompondrán lentamente los huesos fracturados, acondicionándolos de nuevo para la carrera y el brinco. Cuando el calor y el reposo no logran restaurar la armonía muda de los órganos, sirven los brebajes caseros o, en su defecto, las píldoras redondeadas que escupen la industria y sus laboratorios. Y de fracasar éstas en la detención del desmadre enfebrecido de las células, cabe la siempre cruel mutilación del bisturí, que sacrifica la manzana podrida del canasto en aras de la piadosa salvación del resto. 

Pero ni el más mínimo ápice de utilidad contendrían estas técnicas, de validez estos saberes, si el frágil entretejido de nuestras fibras no se meciera inconsciente sobre la voluntad de retornar al orden, sobre el impulso recóndito de recobrar la funcionalidad perdida que empuja mecánicamente los engranajes en ausencia de obstáculos y chirridos quejosos. Alivian los ungüentos, sanan las pócimas porque nuestros cuerpos albergan ya en su interior la potencia misteriosa de la regeneración y el remiendo. De su prolongación en el alma somos testigos cada día, capaz de seguir respirando ligera aun en medio del goteo intermitente de tanto golpe intangible. A pesar del gravoso lastre sobre sus hombros de incontables asaltos cotidianos y agresiones de mayor calado que la vapulean y hieren sin más huella perceptible que un rostro transitoriamente contraído o el íntimo rodar, por necesidad finito, de las lágrimas sobre las mejillas. Más hondas y dolorosas, fuente de más inhóspitos sufrimientos que los brotados del corte en la carne resultan las heridas infligidas a su naturaleza invisible. Ésa que recorta el lenguaje en nuestra boca y obliga a la descripción a permanecer presa de la metáfora si se dice del corazón hecho trizas como del cojín bajo las zarpas del gato, del alma despedazada como los fragmentos del plato sobre las baldosas, del yo roto idéntico a un juguete en manos de un niño enrabietado. Y no es extraño, sin embargo, que con menos costurones que sobre la tela desgarrada, acaso con menos rastros que en la porcelana quebrada o el plástico rajado, acontezca en el alma la recomposición provisoria de las partes desmembradas, la sanación de los quebrantos causados por un mundo a menudo lacerante en sus bordes y a un tiempo benéfico en sus dádivas. 

De la ruptura demasiado pronta del sueño, de las negras sombras que en el amanecer oscuro de la jornada de trabajo derrama sobre el ánimo, tienden a curar las primeras luces matutinas tiñendo de rosa el horizonte sobre el parabrisas. Ese mismo sueño que, al caer la noche, cura de otras sombras gemelas con las que el agotamiento quiere enturbiar la mente. Curan la taza de té caliente, la manta sobre las rodillas o la onza de chocolate del día infame transcurrido entre empellones y ladridos. Del terror solitario de la pesadilla que arroja abruptamente a una conciencia aturdida en medio de las tinieblas, el mero roce de un pie bajo las sábanas y las inspiraciones acompasadas de su propietario. La palabra amable y la mirada franca del resquemor y la desconfianza. De la preocupación que ahoga y nubla la visión del camino conducente a la salida, la risa desmadejada agitando el pecho por cualquier bobería. Del aguijón de la frustración reciente, del largo clavo hundido en la nuca de la que se arrastra durante décadas, el decidido asesinato del deseo o la resolución a la batalla renovada en pos de su satisfacción venidera. La propia voz sacada de la garganta entre amigos y remojada en vino sana como por sorpresa del desasosiego, de la obsesión familiar de origen ignoto que centrifuga en el cráneo. De la melancolía que aplasta entre brumas párpados y espalda, tal vez un simple paseo bajo el sol cálido de mediodía. El propósito de enmienda, una vez más asido al amnésico reconocimiento de la imperfección humana, del sabor agrio de la culpa que mana del error convencido y la imagen fija de la falta. De la ignorancia los libros, del bloqueo afásico el poema, del miedo y la zozobra la fuerza viva de otros brazos sujetando el propio tronco tembloroso. Cura de la maldad de los hombres emponzoñando el alma la contemplación de la acción generosa, la intuición del fondo noble que en otros alienta. Y sana la música que llena las entrañas de la repentina erupción del vacío insondable que a todos los mortales nos horada. Del desaliento, la abertura al entusiasmo ajeno dispuesta al contagio. Del tedio que construye un muro rocoso entre la cabeza y cada cosa cercana, el súbito descubrimiento del objeto escondido que lo diluye, el combate testarudo bolígrafo en ristre que se empeña en analizarlo o transformarlo en verso, y con frecuencia la vencida espera hasta el despuntar del nuevo día tras la tregua del sueño. 

Después de unos años instalados sobre estos dominios, basta lanzar hacia atrás los ojos del recuerdo para que se produzca la atónita constatación, ésa que emerge del paciente ejercicio de enumeración de los hachazos reseñables, de las dentelladas tóxicas, de las pérdidas y abandonos en apariencia mortíferos que de lado a lado nos partieron como se parte por la mitad un pan recién hecho. Que con la brutalidad del rayo nos redujeron a la condición de peleles llorones, maltrechos, desmadejados. Con la confiable ayuda del lento, rítmico lamer la roca del suave oleaje del tiempo, constituye el signo inequívoco de la curación de los males terribles que engendraron el latir de algo en nosotros que, todavía, se inclina tenaz al vuelo y la alegría. De buscarlas sin temor con los dedos palparemos sin duda las cicatrices rugosas que cosieron en nuestros adentros. Acaso las más notorias aún palpiten y duelan como antiguas fracturas en esas tardes de lluvia que incitan al espíritu debilitado a regresar a la vivencia gimiente del corte abierto. Hay quienes caminan con heridas antiguas de procedencia remota que rehúsan cerrar en contra de la reflexión, la esperanza y la experiencia benefactora: han aprendido a taponarlas con una tercera mano para no desangrarse a cada paso; han aprendido a olvidar su existencia, a contener el dolor laberíntico que ya sólo trunca su risa en días grises poblados de feroces minotauros. Como cualquiera, también ellos luchan con las otras dos manos por no sucumbir a las lesiones que a algunos definitivamente destierran. 

Por encima del daño puntual, del síntoma incipiente, de la enfermedad declarada, ninguna verdad más palmaria que la evidencia de que la vida hiere y lastima. Junto a ella, la certeza de que sobrevivir a los golpes cotidianos, a los zarpazos ocasionales, incluso a la fatalidad y el infortunio severo, precisa de la necesaria curación de esas heridas, y de cada pequeño rasguño. No durará eternamente la milagrosa potencia sanadora del cuerpo. La del alma, tal vez tanto como perviva el asombro por la presencia de un mundo en nosotros cuyo cielo siempre ampara posibilidades azules. 

viernes, 15 de febrero de 2013

Variaciones


Un intérprete mundialmente conocido. Un nombre asociado para la eternidad a las Variaciones Goldberg. Posiblemente –inevitable la controversia cuando se trata de escoger a uno y sólo a uno–, el mejor intérprete de la obra de Johann Sebastian Bach. Un pianista –un hombre– en extremo extravagante que a los 32 años, edad que el juicio sensato situaría en la etapa inicial y aún ascendente de una fulgurante carrera, decidió dejar de dar conciertos para el gran público y sólo ofrecería sus interpretaciones a través de los medios. Un pianista que no podía interpretar obra alguna sin, al mismo tiempo, tararear la melodía de la pieza ejecutada por sus dedos. 

Si cada una de estas descripciones esboza un escueto retrato de Glenn Gould (1932-1982), la última de ellas es sin duda la que, en un momento ya lejano de mi vida, me impulsó a escuchar una y otra vez, con obsesiva recurrencia, la versión de las famosas Variaciones Goldberg que el pianista canadiense grabara en 1981, pocos meses antes de morir de un infarto cerebral. En aquella época de soledad buscada en medio de circunstancias que también la forzaban, Glenn Gould acompañaba muy a menudo, desde un pequeño walkman instalado en mi bolsillo, los paseos rutinarios a los que me empujaban las estrechas dimensiones del apartamento universitario que habitaba. Tan a menudo que, cada vez que vuelvo a escuchar esa pieza, no es raro que en mi cabeza reaparezcan las imágenes entrecortadas de los senderos que bajo su amparo recorría, de los edificios que los circundaban, del pequeño bosquecillo al que me dirigían. Por su mera reiteración durante aquellos paseos, las notas que componen las Variaciones Goldberg han quedado para mí por siempre adheridas al recuerdo, ya borroso por los largos años transcurridos, de aquellos parajes que nunca he vuelto a pisar. 


En esas notas que se derramaban en cascada sobre mis oídos con una precisión geométrica y una brillantez para mí desconocidas hasta entonces, perseguía yo con avidez los retazos de la voz de Glenn Gould que de cuando en cuando asoma tímidamente entre ellas, que en ocasiones llega incluso a imponerse al silencio entrecortado que forja su ritmo. Supongo que, al igual que a tantos de sus admiradores, escuchar la voz poco armoniosa, apenas balbuciente de Glenn Gould, emergiendo entre el sonido cristalino que sus dedos logran arrancar al piano, me producía una sensación de cercanía a él que convertía la audición de esta obra maestra de Bach en una experiencia particularmente íntima. El timbre oscuro, el tono desafinado de su voz en contraste con la pureza de las melodías en contrapunto, me hacían testigo y a la vez partícipe de la pasión que lo arrebataba al interpretar a Bach. Percibir y sentir esa pasión constituyó la llave que me franqueó la puerta a la singular belleza de las Variaciones Goldberg. Y es que quizá en esa pasión, intuida de una forma u otra en el intérprete, en el escultor, en el pintor o el poeta, resida la única vía de acceso a la belleza del arte. 

Por eso, cuando por aquella misma época supe de la existencia de una novela de Thomas Bernhard en la que aparecía Glenn Gould, El malogrado, corrí rauda a la biblioteca y me entregué a su lectura con tanta aplicación como por aquel entonces requería mi insuficiente conocimiento de la lengua en la que había sido escrita. No me decepcionó descubrir que, en realidad, no se trataba de una novela sobre Glenn Gould. El malogrado es más bien la historia de una doble derrota, una fatal, la otra liberadora: la que sufren dos jóvenes y prometedores pianistas por causa de su encuentro en Salzburgo con un igualmente joven y ya genial Glenn Gould. 


Su narrador anónimo, el que fuera uno de esos jóvenes, viaja tras el entierro del otro, Wertheimer, hacia el pabellón de caza donde el muerto ha pasado sus últimos días. Pocos meses después del fallecimiento de Glenn Gould, Wertheimer, apodado por el propio Glenn como el malogrado, se ha suicidado ahorcándose a escasos metros de la casa de su hermana. El narrador quiere saber si hallará en el pabellón de caza los escritos a los que Wertheimer decía estar dedicando su vida desde que, como él mismo, renunciara a su carrera pianística. En un monólogo obsesivo que introduce al lector en una suerte espiral asfixiante, construida sobre la continua reaparición de los motivos que se van presentando, el narrador reflexiona sobre las causas que explicarían el suicidio de Wertheimer. Paulatinamente irá reafirmándose en la idea de que éstas se remontan, exactamente, al momento en que, veintiocho años atrás, Wertheimer pasa por el aula treinta y tres del primer piso de la escuela de música donde ambos estudiaban, y escucha a Glenn Gould tocar el Aria, la primera de las treinta y dos piezas que componen las Variaciones Goldberg. Pues es entonces cuando Wertheimer, sin ser todavía plenamente consciente de ello, se enfrenta a la existencia del genio de Glenn Gould y a la imposibilidad de superarlo. Tanto el narrador como Wertheimer son pianistas con aptitudes extraordinarias, figuras claramente prometedoras en el mundo de la interpretación entre tantos otros aspirantes, destinados por sus cualidades a destacar y triunfar, a convertirse en famosos intérpretes. Pero tras convivir durante algunos meses en la casa que los tres alquilan en las afueras de Salzburgo, ambos descubren en Glenn Gould un talento superior del que carecen y el brillo único, sin par, sublime, que ninguno de ellos podrá jamás alcanzar. Ninguno de ellos podrá ya llegar a ser el mejor, porque el mejor es, sin el más mínimo atisbo de duda, Glenn Gould. Aunque en sus respectivas manos se halla la posibilidad de convertirse en reconocidos pianistas, deben afrontar la amarga verdad de que nunca podrán serlo del modo inigualable en que lo será Glenn Gould. De no haber conocido y entablado amistad con Glenn Gould, piensa el narrador, tanto él como Wertheimer habrían proseguido con sus carreras y habrían triunfado. Pero el hecho inapelable de haberlo conocido trunca para siempre sus carreras artísticas y altera radicalmente sus vidas. 


Tal vez la diferencia más notoria entre estos tres personajes se inscriba en el orden del deseo. En un plano que cabría calificar de inconmensurable en relación al de sus amigos, si algo desea Glenn Gould es convertirse en su Stenway, en su piano, para que así nada, ni tan siquiera él mismo, se interponga entre Johann Sebastian Bach y los sonidos que, con cada interpretación, reviven e inmortalizan sus obras. En el caso del narrador, su encuentro con Glenn Gould le vuelve evidente que, pese a sus incuestionables aptitudes, nunca deseó realmente ser pianista. Poco importa si, tantos años después, sigue sin saber qué quiere para sí y lleva una existencia errática y desorientada: al menos, conocer a Glenn consiguió liberarle de una falsa visión de sí mismo que, con toda seguridad, le habría abocado a la infelicidad. Sin embargo, ese mismo conocimiento arruina la vida de Wertheimer y, de su mano, asola la de quienes le rodean hasta el día en que decide ponerle fin. Pues el deseo que, a partir de él, se apodera de Wertheimer es un deseo por completo irrealizable y la fuente más nítida de su desgracia: Wertheimer no desea más que ser el propio Glenn Gould, y el narrador llegará a sospechar que la elección del momento de su suicidio sólo responde a que, de Glenn Gould, ha envidiado hasta su muerte. 

De ahí que el narrador termine por vislumbrar, con idéntica lucidez a la de Glenn Gould al apodarle como el malogrado, que Wertheimer era un hombre de callejón sin salida incluso antes de conocer al genial pianista. De su encuentro con él no deriva más que el afloramiento de esa condición autodestructiva que Wertheimer portaba ya consigo desde niño y que el narrador anónimo expone con estas palabras: “Wertheimer no era capaz de verse a sí mismo como alguien único, como todo el mundo puede y tiene que permitirse si no quiere desesperar, se sea quien se sea, se es alguien único, me digo a mí mismo, y eso me salva”. Eso, y no otra cosa, es lo que salva al narrador de su estéril y constante desorientación. De la ausencia de rumbo definido de la que adolecen sus días desde que se resolviera a regalar su piano para nunca volver a tocar ninguno. También del suicidio que tantas veces Wertheimer le augurara y al cual éste no pudo sino anticiparse tras la muerte de Glenn Gould. Ni a Glenn Gould, ni a sus magistralmente interpretadas Variaciones Goldberg, cabe, pues, atribuir la responsabilidad del suicidio de Wertheimer. Éste es el fruto exclusivo de su incapacidad para percibirse y valorarse como un ser insustituible, el único susceptible de interpretar el papel central, protagonista de su propia vida, con independencia de sus habilidades y carencias, de sus triunfos o fracasos, de su deseo de llegar a ser el mejor y de la inevitable frustración de ese deseo. Que Wertheimer llegara a conocer de cerca el talento y la superioridad artística de Glenn Gould tan sólo sirvió para desatar la fuerza destructora, aniquiladora de esa incapacidad suya. De esa debilidad tan devastadora como para arruinar cualquier existencia. ¿Y quién no ha sentido, siquiera de lejos, la potencia devastadora de esa debilidad a través del deseo de ser otro, a través de la envidia de las cualidades y logros de otro?


Salvo las que lo encabezan, las imágenes que ilustran este post son fotogramas de Thirty two short films about Glenn Gould, una bellísima película que ningún admirador de Glenn Gould se debe perder.